🥋 El discípulo y el
brujo: "el alma del discípulo y el combate con el brujo".
En un dojo rodeado de montañas, donde el
viento parecía susurrar antiguos preceptos del Bushido, un grupo de
jóvenes discípulos escuchaba con atención a sus maestros. Uno de ellos, el
anciano maestro Ryūshin, pidió silencio y comenzó a relatar una historia que,
según decía, había ocurrido en otro tiempo… o quizás estaba ocurriendo aún.
“Hubo una vez un joven llamado Daiki,
nacido en un barrio donde la violencia era el lenguaje cotidiano. Cada día,
Daiki se enfrentaba a peleas, insultos y desafíos. Su corazón ardía con el
deseo de defenderse, de imponerse, de vencer. No por maldad, sino por miedo.
Quería aprender artes marciales para no ser humillado, para no ser herido.
Daiki encontró un maestro noble, el viejo
Sensei Haruma, quien le enseñó que el verdadero combate es contra uno mismo.
Que el arte marcial no es para ganar, sino para no perderse. Pero Daiki,
impaciente, no comprendía. ‘¿De qué sirve la paz si el mundo me golpea cada
día?’, decía.
Un día, apareció un hombre extraño. No
vestía como maestro, pero hablaba como uno. Se hacía llamar el Maestro Kurto.
Le prometió poder, respeto, técnicas secretas. "Deja a tu viejo maestro
—le dijo—. Lucha contra los alumnos que yo te indique. Si los vences, sus
maestros te darán favores, y tú crecerás. Con cada victoria, la espítiru de
cada alma vencida se inclinará ante ti."
Daiki, seducido por la promesa de poder,
aceptó. Comenzó a derrotar a otros discípulos, y sin saberlo, cada victoria
debilitaba el espíritu de aquellos vencidos, que cedían su voluntad al brujo.
Kuro le enseñaba técnicas oscuras, rápidas, efectivas, pero que drenaban su
energía vital. Con el tiempo, Daiki fundó su propia escuela, bajo el estandarte
del brujo. Sus alumnos eran elegidos por Kurto, y todos entrenaban para servir
a su causa.
Pero Daiki comenzó a enfermar. No
físicamente, sino en el alma. Ya no dormía bien. Sus sueños eran turbios. Sus
alumnos no lo respetaban, lo temían. Y él mismo ya no sabía quién era. Un día,
recordó las palabras de Haruma: "El arte marcial es para no
perderse."
Desesperado, Daiki regresó al dojo de su
antiguo maestro. Haruma lo recibió con compasión, pero le dijo: "Tu cuerpo
puede volver, pero tu alma ha sido vendida muchas veces. Solo si reconoces cada
alma que heriste, y devuelves lo que tomaste, podrás recuperar tu camino."
El maestro Haruma, al ver a Daiki postrado
ante él, con los ojos turbios por años de combate y ambición, lo invitó a
sentarse junto al fuego del dojo. Los demás discípulos se reunieron en
silencio. Haruma habló con voz pausada:
“Antes de que los hombres se dividieran,
hubo un tiempo en que todos hablaban una sola lengua. No era solo un idioma,
era una vibración del alma, una forma de nombrar las cosas sin separarlas. El
árbol era árbol, pero también sombra, raíz, alimento, y espíritu. No había
confusión, porque no había codicia.
Pero algunos, guiados por entidades
oscuras, quisieron imponer significados distintos. Nombraron lo mismo con
palabras diferentes, y así nació la confusión. Las lenguas se multiplicaron, y
con ellas las culturas, las fronteras, los dioses enfrentados. Cada grupo creyó
tener la verdad, y los demonios se alimentaron de esa división siendo inicio de
la historia que conocemos como Babel.
El brujo "Kurto" que te sedujo,
Daiki, es hijo de esa fragmentación. Él no enseña, etiqueta. No guía, manipula.
No honra, domina. Pero aún puedes volver.”
Daiki, con lágrimas en los ojos, preguntó:
—¿Cómo, maestro? ¿Cómo se recupera el alma
que ha sido entregada?
Haruma respondió:
“Debes desandar el camino. No basta con
arrepentirse. Debes visitar a cada discípulo que venciste, reconocer su dolor,
devolverle su dignidad. No con palabras, sino con actos. Debes renunciar a las
técnicas que te fueron dadas, y volver a aprender desde el vacío. Solo así los
demonios que se alimentan de tu voluntad comenzarán a morir.”
Daiki emprendió su viaje. Visitó a cada
alumno que había derrotado. En lugar de combatir, se postraba ante ellos, les
ofrecía ayuda, compartía lo poco que sabía con humildad. Algunos lo rechazaron,
otros lo perdonaron. Con cada acto de reparación, sentía que algo oscuro se
desprendía de su cuerpo.
Las técnicas del brujo comenzaron a fallar.
Sus golpes ya no eran certeros. Sus movimientos, antes rápidos como el rayo, se
volvían torpes. El brujo, al ver que perdía poder, intentó invocar a los
demonios que lo sostenían. Pero estos, al no encontrar alimento en Daiki,
comenzaron a desvanecerse.
Finalmente, Daiki regresó al dojo de
Haruma. Esta vez no como discípulo, sino como servidor del camino. No enseñaba
técnicas, sino principios. No hablaba de combate, sino de armonía. Y en una
última ceremonia, Haruma le dijo:
“Has recuperado tu alma, Daiki. Pero más
aún, has sanado parte del mundo. Porque cada alma que se libera, debilita a los
demonios que fragmentan la humanidad.”
Epílogo: la enseñanza para los
discípulos
Los jóvenes discípulos escuchaban con
atención. Uno preguntó:
—¿Y si algún día aparece otro brujo?
Haruma respondió:
“Quizá aparecerán, Ojalá que no hay
ninguno. Si alguno hay, y os tienta, podéis recordar que el arte marcial es un
lenguaje del alma, no del ego, nunca podrán poseeros. Hablad con verdad,
entrenad con compasión, y luchad solo cuando el espíritu lo exija. Así, los
demonios no encontrarán morada en vosotros y acabarán por desaparecer.”
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🧘♂️ Un
cuento zen sobre el amor verdadero: "El bambú y el cerezo".
Un joven discípulo se acercó al maestro zen
mientras barría el jardín del templo.
—Maestro —dijo con voz inquieta—, ¿Cómo
sabré si la persona que amo es la adecuada para caminar conmigo en la vida?
El maestro dejó caer la escoba suavemente,
como si el viento la hubiera soltado, y señaló dos árboles que crecían juntos
en la ladera: un bambú y un cerezo.
—Mira bien —dijo—. El bambú es firme pero
flexible. Se dobla con el viento, pero nunca se rompe. El cerezo florece con
belleza, pero sus pétalos caen con rapidez. Ambos son hermosos, pero crecen de
formas distintas.
El discípulo observó en silencio.
—El amor verdadero —continuó el maestro— no
es encontrar a alguien que se parezca a ti, sino a alguien que te
respete en tu forma de crecer. Si el bambú intentara florecer como el
cerezo, se quebraría. Si el cerezo intentara doblarse como el bambú, perdería
su esencia.
—¿Y si no crecemos en la misma dirección?
—preguntó el joven.
—Entonces, hijo mío, hay que tener la virtud
de decir no. No con rabia, sino con comprensión. No con miedo, sino con
sabiduría. Porque el amor que resta no es amor: es apego. Y el
amor que suma es aquel que te permite ser tú mismo, sin dejar
de caminar junto al otro.
El discípulo bajó la mirada, como si una
semilla hubiera sido plantada en su corazón.
—¿Y cómo se cultiva ese amor, maestro?
—Con paciencia, como se cultiva
el bambú. Durante años no se ve crecer, pero bajo tierra sus raíces se
fortalecen. Y cuando finalmente brota, lo hace con fuerza y dignidad. Así debe
ser una relación: raíces profundas, crecimiento sincero, y espacio para
florecer sin miedo.
El discípulo sonrió. El maestro volvió a
tomar la escoba. Y el viento, como si entendiera la enseñanza, acarició ambos
árboles sin hacer distinción.
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🧘♂️ El
saludo del bambú
En un valle rodeado de montañas suaves,
vivía un anciano maestro zen llamado Ryū. Su templo era sencillo, hecho de
madera y piedra, y en su jardín crecían bambúes que se mecían con el viento
como si saludaran al mundo.
Un día, llegó al templo un joven noble,
vestido con ropas finas y joyas brillantes. Quería aprender del maestro, pero
al entrar, no se inclinó ni saludó. Se sentó con la espalda recta y la mirada
altiva.
El maestro Ryū lo observó en silencio.
Luego, sin decir palabra, se levantó y caminó hacia el jardín. El joven lo
siguió, curioso.
Ryū se detuvo frente a un bambú y dijo:
—Mira este tallo. ¿Es alto o bajo?
El joven respondió:
—Es alto, claro. Más alto que los demás.
Ryū asintió.
—¿Y este otro?
—Es bajo. Apenas ha crecido.
El maestro sonrió.
—Y sin embargo, ambos se inclinan con el
viento. No por miedo, ni por sumisión. Lo hacen porque están vacíos por dentro.
No se aferran a su altura ni a su forma. Se presentan al viento tal como son.
El joven frunció el ceño.
—¿Qué tiene eso que ver conmigo?
Ryū lo miró con ternura.
—Cuando te presentas a otro ser humano, no
eres tu rango, ni tu ropa, ni tu historia. Eres como el bambú: cuerpo, mente,
alma y espíritu. Si estás lleno de juicios, te romperás con el viento. Si estás
vacío de apegos, te inclinarás con respeto, no por inferioridad, sino por
reconocimiento.
El joven bajó la mirada. Por primera vez,
se inclinó ante el maestro.
—Gracias por enseñarme a saludar.
Ryū le devolvió la reverencia.
—Gracias por presentarte.
Desde entonces, el joven saludaba a todos
—campesinos, sabios, niños y ancianos— con la misma reverencia. No por lo que
eran en el mundo, sino por lo que eran en el centro de su ser.
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🧘♂️ El
amor en el matrimonio
En una escuela secundaria de Kioto, durante
una clase de ética, el profesor abrió un espacio para preguntas. Un alumno
levantó la mano con timidez, pero con firmeza en la voz:
—Profesor, ¿Qué sentido tienen las
relaciones de pareja antes del matrimonio? ¿Y cómo saber si una relación está
destinada a formar un hogar y una familia?
El profesor, un hombre de mediana edad con
gafas redondas y mirada serena, dejó el libro sobre la mesa y respondió:
—Las relaciones de pareja son como el
estudio de una lengua extranjera. Puedes aprender vocabulario, gramática,
incluso conversar… pero no sabrás si puedes vivir en ese país hasta que lo
visites. Las relaciones prematrimoniales pueden ser una forma de conocerse, de
entender si hay armonía, respeto y propósito compartido. Pero si se viven sin
conciencia, pueden convertirse en ruido, no en música.
El alumno asintió, pero su rostro mostraba
que la respuesta no le bastaba. Al salir del colegio, fue directo al dojo donde
entrenaba artes marciales desde niño. Allí lo esperaba su maestro, un anciano
de cabello blanco recogido en un moño, que barría el tatami con calma.
—Maestro —dijo el alumno—, hoy en clase
hablamos de las relaciones de pareja. El profesor dijo que son como aprender
una lengua extranjera. Pero… ¿Cómo saber si una relación está alineada con el
camino del hogar y la familia?
El maestro dejó la escoba a un lado, se
sentó en posición de loto y le hizo una seña para que se acercara.
—Cuando entrenas con alguien en combate
—dijo—, puedes sentir si su energía te complementa o te choca. Si te empuja a
ser mejor o te desequilibra. En las relaciones ocurre lo mismo. Una pareja que
está destinada a formar hogar no busca vencer al otro, sino moverse juntos como
agua y roca: distintos, pero en armonía.
El alumno cerró los ojos por un momento. En
su mente, vio a sus padres cocinando juntos, riendo. Vio a su hermana peleando
con su novio, pero luego abrazándose con ternura. Y entendió que el amor no es
una fórmula, sino una práctica diaria, como el arte del combate: respeto,
presencia y propósito.
El maestro sonrió al ver la expresión del
alumno.
—Recuerda —dijo—: el amor no se mide por la
intensidad del fuego, sino por la constancia del calor.
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🌬️ El
cuenco y el silencio
El maestro Takeshi se sentó en el centro
del dojo, con un cuenco de madera entre las manos. —Hoy no hablaremos de
técnicas —dijo—. Hoy aprenderemos a escuchar.
Los alumnos se acomodaron en círculo. Uno
de ellos, Haru, parecía inquieto. Su respiración era rápida, sus ojos evitaban
el contacto.
El maestro no dijo nada. Solo observó.
Respiró lento. Cerró los ojos.
Pasaron minutos. El silencio se volvió
denso, pero no incómodo.
Finalmente, Haru habló: —Maestro… no sé si
quiero seguir. Me siento perdido.
El maestro abrió los ojos y sonrió. —¿Y
cómo respiras cuando te sientes perdido?
Haru dudó. —Rápido. Como si algo me
persiguiera.
—Entonces respira como si nada te
persiguiera. Respira como si el momento fuera suficiente.
Haru lo imitó. Inspiró. Expiró.
—¿Y qué escuchas ahora? —preguntó el
maestro.
—El viento. Mis latidos. El cuenco.
—Y eso es saber. No lo que se dice, sino lo
que se comprende cuando uno está presente.
El maestro colocó el cuenco frente a Haru.
—Llénalo de agua. Pero solo cuando sientas que es el momento.
Haru esperó. Observó. Respiró. Y cuando el
silencio se volvió claro, vertió el agua.
—Así se sirve el conocimiento —dijo el
maestro—. No cuando uno quiere, sino cuando el momento lo pide.
—Haru inquieto, preguntó ¿Cuando lo pide el momento?
El
maestro dijo:
—Os diré
ejemplos de circunstancias que pasaron con este mismo tema entre mi
maestro y yo cunado aprendía cuando es el momento:
🧺 1. En la colada:
limpiar sin prisa
Mientras los alumnos lavaban sus uniformes,
el maestro se acercó con una sonrisa. —No se trata solo de quitar manchas
—dijo—. Se trata de ver cómo las manos se mueven, cómo el agua fluye, cómo el
cuerpo respira.
Uno de los alumnos, Kenji, frotaba con
fuerza, impaciente. —¿Por qué no sale esta mancha?
—Porque la estás atacando —respondió el
maestro—. Respira. Suelta. Observa.
Kenji lo hizo. Y la mancha, como si
entendiera, se desvaneció.
—La paciencia limpia más que la fuerza
—dijo el maestro.
🧘 2. En la postura:
el cuerpo como espejo
Durante la meditación, el maestro observó a
Aiko encorvada, con la respiración entrecortada. —¿Qué te pesa? —preguntó.
—No lo sé. Me siento cansada.
—Tu cuerpo lo sabe. Escúchalo. Endereza tu
columna. Respira desde el vientre.
Aiko lo hizo. Y al cabo de unos minutos,
sus ojos se iluminaron.
—Me siento más ligera.
—Porque el cuerpo no miente —dijo el
maestro—. Cuando lo escuchas, te revela lo que el alma calla.
🫖 3. En la cocina:
servir con atención
En la hora del té, el maestro pidió a los
alumnos que sirvieran sin hablar.
Uno de ellos, Daichi, derramó agua al
llenar las tazas. —Lo siento, maestro. Me distraje.
—No es la distracción lo que derrama —dijo
el maestro—. Es la prisa.
Daichi respiró. Sirvió de nuevo. Esta vez,
el agua fluyó como si supiera dónde detenerse.
—Cuando atiendes, el mundo coopera contigo.
🗣️ 4. En la
conversación: decir lo justo
Una tarde, los alumnos discutían sobre
quién debía liderar el grupo en una exhibición.
El maestro escuchó en silencio.
Cuando todos terminaron, preguntó:
—¿Alguien respiró antes de hablar?
Nadie respondió.
—Entonces no hablaron ustedes —dijo—. Habló
la reacción.
—¿Y cómo se habla con sabiduría? —preguntó
uno.
—Respiras. Escuchas. Comprendes. Y
entonces, si es necesario, hablas.
El grupo se quedó en silencio. Y en ese
silencio, surgió la decisión justa.
🌅 5. En el descanso:
saber parar
Al final del día, el maestro se tumbó en el
tatami. —Hoy no hay más que hacer —dijo—.
—¿No deberíamos repasar la técnica?
—preguntó un alumno.
—La técnica sin descanso se vuelve torpe.
—¿Y cómo se descansa bien?
—Respirando. Sintiendo el cuerpo. Dejando
que el momento sea suficiente.
Y así, el dojo se llenó de una paz que no
venía del silencio, sino de la presencia.
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El niño de los mil caminos
En un pequeño pueblo rodeado de montañas y
niebla, vivía un niño llamado Iván. Tenía el corazón tan grande como el cielo
de otoño, y la curiosidad de mil gatos. Pintaba, corría, leía, tocaba
instrumentos, ayudaba a los vecinos, soñaba con ser muchas cosas… pero no sabía
cuál era su verdadero camino.
Cada día, Iván despertaba con entusiasmo,
pero cada noche se dormía con dudas. “¿Quién soy?”, se preguntaba. “¿Qué debo
hacer con mi vida?”. Su alma era como un lago agitado por muchos vientos, y
aunque su bondad era evidente, su inocencia lo hacía vulnerable a quienes
querían aprovecharse de su confusión.
Iván vivía en un barrio donde las noches
eran largas y las tentaciones estaban a la vuelta de cada esquina. Tenía amigos
—o al menos eso creía— que lo invitaban constantemente a salir, a beber hasta
perder el sentido, a probar sustancias que prometían olvidar el dolor pero que
solo lo hundían más.
A veces, se negaba. Otras veces, no. No
porque quisiera, sino porque no sabía cómo decir que no sin perder el poco
afecto que sentía recibir. “Vamos, solo esta vez”, le decían. “No seas
aburrido.” Y así, entre risas falsas y humo espeso, Iván se fue alejando de
quien realmente era, aislando de sus compañeros de clase hasta que casi siempre
se le veía sólo en los caminos de casa a colegio, en los paseos durante los
recreos ó jugando sólo, los fines de semana, con un balón de baloncesto y, a
veces, con una raqueta de ping-pong y una pelota pequeña blanca.
Su hogar no ofrecía refugio. Su familia
desconocía sus problemas, pues se los guardaba dentro de sí y el silencio era
su mejor refugio. En esos días, Iván soñaba con escapar, pero no sabía hacia
dónde. Hasta que una noche, después de una pelea en la calle, un anciano lo
encontró sentado en un portal, con la mirada perdida.
No le ofreció sermones. Solo le dijo: “Si
estás cansado de que te arrastren, aprende a caminar solo.”
Un día, mientras caminaba por el bosque
buscando respuestas en el canto de los pájaros, se encontró con un chico que
iba al colegio con él , aunque en curso superiores, éste le miró con mirada
serena y con voz tranquila le dijo que era discípulo de Akio, un maestro
de artes marciales de la zona aunque extranjero. En la conversación salió a
relucir problemas comunes que hizo que Iván se interesase por Akio.
Un día se atravió a ir al gimnasio de Akio
haciendo caso a la proposición del alumno que vió en al parque.
—Tu corazón es noble, Iván—dijo el maestro
Akio—, pero tu alma necesita raíces y fortaleza mental. Ven con nosotros. No te
enseñaremos qué camino tomar, sino cómo caminar sin perderte.
Desde ese día, Iván comenzó un viaje
interior. Aprendió a escuchar el silencio, a observar sin juzgar, a reconocer
la sombra sin temerla. Descubrió que la fuerza no está en el puño cerrado, sino
en el alma que no se quiebra ante la duda. Aprendió a proteger su esencia sin
perder su ternura.
Y aunque aún no sabía qué sería en la vida,
ya no le preocupaba. Porque había comprendido que el camino no se elige con la
mente, sino que se revela cuando el corazón está en paz.
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🧘♂️ El Maestro
del Muro Invisible
Había una vez, en una escuela enclavada
entre montañas, un maestro llamado Daisuke. Era sabio en las artes del
pensamiento, pero su corazón estaba nublado por viejos resentimientos. Desde
joven, había aprendido a desconfiar de ciertos grupos que pensaban distinto al
régimen que él consideraba justo. Entre ellos, un grupo rebelde que se
autodenominaba la fraternidad del Alba, a quienes veía como enemigos del orden.
Daisuke enseñaba con pasión, pero también
con veneno. Sus palabras, aunque envueltas en filosofía, sembraban desconfianza
hacia quienes no compartían su visión. Sus discípulos, jóvenes y atentos,
absorbían sus enseñanzas como agua en piedra.
Pasaron los años, y los alumnos crecieron.
Algunos comenzaron a repetir sus prejuicios, otros los amplificaron. Un día,
durante una ceremonia de debate, uno de sus pupilos humilló públicamente a un
visitante que hablaba de libertad de pensamiento. Otro destruyó un mural que
representaba símbolos de la fraternidad del Alba. Daisuke observó todo esto
desde su asiento, y algo dentro de él se quebró.
Esa noche, no pudo dormir. Las imágenes de
sus alumnos actuando con odio lo perseguían. Se dio cuenta de que no eran ellos
quienes habían fallado, sino él. Había construido un muro invisible entre su
escuela y el mundo, y ahora ese muro se había vuelto prisión.
El colapso fue silencioso. Daisuke dejó de
hablar durante días. Luego, comenzó a estudiar los textos que antes
despreciaba. Leyó sobre los adeptos a la fraternidad del Alba, sobre otras
formas de pensar, sobre el valor de la duda. Lloró en silencio al comprender
cuán lejos había estado del verdadero camino.
Volvió a enseñar, pero esta vez con
humildad. No predicaba certezas, sino preguntas. No ofrecía enemigos, sino
espejos. Sus alumnos, confundidos al principio, comenzaron a cambiar. Uno pidió
perdón al visitante humillado. Otro restauró el mural destruido. Como fichas de
dominó, el cambio se propagó.
Años después, la escuela era conocida no
por su rigidez, sino por su apertura. Y Daisuke, ya anciano, solía decir:
“El muro que levantamos para proteger
nuestras ideas puede convertirse en el muro que impide que crezcamos.
Derribarlo no es traición, es despertar.”
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🥋 El
bambú y el guerrero
En un pequeño gimnasio rodeado de montañas
vivía un maestro de artes marciales que enseñaba no solo con movimientos, sino
también con historias. Un día, mientras la nieve caía suavemente en el jardín,
reunió a sus alumnos y les pidió que observaran los árboles.
-"¿Qué ven?", preguntó.
Uno respondió:
-"El pino se mantiene firme, pero sus
ramas se han roto bajo el peso de la nieve".
Otro añadió:
-"El bambú se ha doblado, pero no se
ha roto. Parece como si la nieve se deslizara por él como una carretilla de
albañil, depositándolo suavemente en el suelo y luego volviendo a su posición
original".
El maestro sonrió:
-"Así es el espíritu de un guerrero.
Si es rígido, se rompe bajo la presión y la dificultad. Si es flexible, se
adapta, se dobla y luego vuelve a su forma original. La paciencia y la escucha
son como la savia del bambú: invisibles, una fuente de riqueza interior y
esenciales para alcanzar la maestría que un guerrero necesita". Además, si
tienes la paciencia de escuchar durante un tiempo prolongado y adoptas una
actitud acorde al trabajar con tu compañero de técnica, apreciarás la maestría
de las diferentes técnicas que cada uno utiliza al ejecutar las técnicas de
artes marciales que intento enseñarte.
Luego, guió a los alumnos al doyo y les
enseñó a caer. Una y otra vez, caían y se levantaban. Algunos se frustraron,
otros rieron, pero al final, todos aprendieron algo.
Dijo el maestro: "Cada caída es una
conversación con el error. Si la escuchas, te enseña. Si la rechazas, te
derrota. Aprender a caer sin miedo significa vivir sin miedo al fracaso. El
fracaso debe verse como una oportunidad para repetir el intento sin cometer el
error que provocó la caída. Al levantarse rápidamente en el entrenamiento, la
mente aprende a relajarse gradualmente a medida que se alcanzan las metas y a
aceptar el nerviosismo y la preocupación como algo que se disolverá mediante el
levantamiento repetido y sin frustración después de cada caída. De esta manera,
la mente adquiere resiliencia: la fuerza invisible que, sin embargo, lo
sostiene todo".
Con el tiempo, los estudiantes adoptan el
entrenamiento en artes marciales con la idea de que el entrenamiento físico
sirve para desarrollar disciplina, resiliencia y la capacidad de reconocer
diferentes estrategias para lidiar con los problemas que surgen en diferentes
situaciones en el dojo. Aplicado a la vida fuera del dojo, enseña las
habilidades y destrezas para enfrentar los diversos desafíos de la vida
cotidiana, y que estos desafíos merecen el título de Guerreros.
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🥋 El
Maestro y el Espejo
En un dojo silencioso, bañado por la luz
tenue del amanecer, el maestro Takeshi guiaba a sus alumnos en una práctica de
técnicas individuales frente al espejo. No era un espejo cualquiera: para él,
era una herramienta de introspección, no de vanidad.
Mientras los estudiantes se concentraban en
sus movimientos, Takeshi observó a uno de ellos—Haruto—detenerse para
acicalarse el cabello, ajustando su imagen con meticulosa atención. El maestro
se acercó con calma, sin juicio, y le dijo:
—Haruto, dime… ¿qué ves cuando te miras en
el espejo?
El joven, algo desconcertado, respondió:
—Veo mi reflejo. Quiero verme bien.
Takeshi asintió lentamente.
—¿Y si te dijera que ese reflejo no eres
tú? Que el espejo puede ser más que una superficie que devuelve una imagen.
Puede ser una puerta y no para acicalar lo que otros ven, sino para observarte
desde dentro. Para sentir quién eres tú, personalmente, cuando nadie te mira.
Haruto bajó la mirada, confundido.
—Cuando practicamos artes marciales, no
buscamos impresionar. Lo que queremos es Buscar una actitud particular en
nuestra expresividad. Cada técnica que ejecutas puede ser una manifestación de
tu voluntad más profunda. Si te apegas a la imagen, te conviertes en un
prisionero de ella. Pero si sientes desde tu interior, cada gesto se vuelve
auténtico, por tanto: libre.
El joven volvió a mirar el espejo, esta vez
sin tocarse el cabello; respiró hondo y, por primera vez, no vio solo su
rostro. Se fijó en su intención.
Viendo, el maestro, un cambio en su actitud
le dijo:
Haruto, estás dando un paso inteligente. Te
recuerdo que esa imagen es el reflejo de tu ego, no de tu ser interior. Lucha
contra él pero no dejes de respetarlo, pues te ayuda a luchar por tus objetivos
personales.
Controla la posible desmesura y lo que ésta
puede provocar, pues sus excesos son nocivos para tu forma de pensar, esto es:
para tu mente y con ello el perjuicio en tu físico es colateral.
Sé su amigo, pero no sé intransigente con
sus exigencias de gloria y soberbia; y con valor y decisión no rompas tu
integridad con tu ser espiritual que es el que, con sus consejos y buena
orientación, te lleva a vivir en equilibrio y sentir paz interior disfrutando
de salud y bienestar. Para ello un buen comienzo es el que estás demostrando:
enhorabuena.
Recuerda: no entres en su juego de
caprichos y excesos; haz, sin embargo, de esta actitud que muestras una forma
de sentir tu interior en cada momento de tu entrenamiento y expándelo a tu ser
y estar en cada momento de tu vida.
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Un momento
feliz de iluminación ó satori
En una reunión entre varios alumnos y su
maestro shaolín, después de una entrenamiento, se produce la siguiente
conversación;
Alumno 1: ¿Qué es tener satori?
Maestro: primero entiende el concepto.
Alumno 1: ¿a qué se refiere?
Maestro: ¿entiendes lo que es un vaso?
Alumno 1: si
Maestro: ¿entiendes lo que es un
recipiente?
Alumno 2: claro, quiere decir que satori va
más allá de la palabra aunque se designa como tal.
Maestro: Si, eso es.
Alumno 2: ¿Satori es realizarse como
persona?
Maestro: ¿entiendes el concepto?
Alumno 2: Si, pero como no lo he vivido no
se explicarlo.
Maestro: ¿Entiendes lo que es Cristo.?
Alumno 1 y 2: un religioso cristiano
Maestro: es el concepto de vivir en satori
Alumno 1: Hay qu eser cristiano para tener
satori
Maestro: No entiendes el concepto.
Alumno 3: ¿Puedes dar luz a satori, Cristo,
autorrealización
Maestro: Y Buda, ... y otros términos que
designan lo mismo.
Alumno 3: ¿quieres decir que hay muchas
formas de llegar al mismo punto espiritual?
Maestro: Hay muchas formas de definir
satori y hay muchas formas conceptualmente iguales de describir el camino que
lleva a él.
Alumno 2: ¿Como se alcanza el satori?
Maestro; debes entender el concepto y
seguirlo, no adueñarte del término y obligarte a recordar con él en el
pensamiento una idea particular, temporal, de satori que hayas experimentado.
Alumno 3: ¿satori no se puede tener,
entonces?
Maestro: Vive el momento y sé consciente de
ti mismo (todo tu ser y esencia espiritual) y de tu entorno; es decir, se
responsable del entendimiento de tu persona y tus circunstancias en el aquí y
ahora,
Alumno 1: ¿eso es satori.?
Maestro: es un camino, y un momento que
permite experimentarlo, pero el concepto permanente va más allá. Te permite
delante de cualquier persona, sea quien sea, ver en su interior la misma
esencia espiritual que forma parte de tu esencia espiritual interior.
Alumnos al unísono: ¿Lo has sentido alguna
vez?
Maestro: Quizá.
Alumno 1: ¿tener y vivir en satori supone
ser más sabio?
Maestro: En mi humilde experiencia, se es
partícipe y consciente de una gran sabiduría pero no te hace más inteligente.
Es como tener una mansión para tí sólo y vivir en el granero, sin forma de
entrar en tal mansión, alcanzar el conocimiento inherente a esa sabiduría.
Alumno 2: no entiendo la porqué no puedes
ser sabio y tener conocimiento al mismo tiempo.
Maestro: La sabiduría espiritual es densa,
enorme pero no se expresa, y para poder manifestarse en tu mente humana debes
tener un mapa intelectual que se corresponda con una geometría y estructura
mental y cerebral que permita descubrir en el interior de la mente la
información que la sabiduría quiere manifestar.
Alumno 1: O sea, que ser sabio no significa
ser inteligente, que sí o sí requiere estudiar e hincar codos.
Maestro: Eso que has dicho corresponde a un
momento búdhico. Has tenido un satori. Aprende a permanecer en ese estado de
comprensión mientras practicas meditación y haces tus tareas diarias. Así, os
lo digo a todos, se debe caminar para que el estado satori sea permanente.
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La pereza y
la bobina maravillosa
Este cuento, ‘La bobina maravillosa’, es
una adaptación del relato del novelista español y cubano Eduardo Zamacois y
Quintana. Se trata de un cuento para niños, adolescentes y adultos con varias
lecturas. Podemos reflexionar sobre la pereza y la falta de ilusión por hacer
cosas y por supuesto, sobre la necesidad de vivir cada instante como si fuera
único. No dejes escapar ningún minuto y llénalo de cosas valiosas. No dejes
pasar la vida sin más. No la desperdicies. Es lo que viene a decirnos este
maravilloso cuento.
Cuentan que hace mucho tiempo,
existió un rey bondadoso y trabajador, pero que tenía un hijo muy perezoso y
falto de ilusiones, al que no le apetecía hacer nunca nada. No hacía más que
quejarse todo el rato y responder con malas palabras cada vez que le ordenaban
hacer una tarea:
– ¡Ojalá fuera ya mayor para poder
ser rey y hacer lo que quisiera!
Pero un día, el príncipe encontró una
bobina de hilo de oro sobre su cama y, para su sorpresa, la bobina le habló:
– Soy una bobina especial. Represento
tu vida, toda tu vida, desde el principio hasta el final. ¿Ves que sobresale un
poco de hilo? Son los años que ya has vivido. Si tiras del hilo, tu vida
avanzará. Debes tratarme con cuidado, porque el hilo que desenrolles, no podrá
volver a su lugar. Puedes tirar del hilo y pasar a otra etapa de tu vida si
quieres, pero recuerda… los años que saltes, no volverán. Piénsalo bien.
– ¡Maravilloso! – respondió asombrado
el príncipe– Además siempre he querido ser más mayor.
Así que, sin pensarlo más, tiró de la
bobina. ¡Se moría de curiosidad por saber si lo que decía la bobina era verdad!
Se miró en un espejo que tenía en su cuarto y efectivamente, ya no era un
adolescentes, sino un joven apuesto, de unos 20 años.
El príncipe sigue investigando cómo será su
vida con la bobina maravillosa
Pero de pronto el príncipe pensó que
con esa edad tendría que trabajar mucho, así que decidió tirar un poco más, y
se hizo algo más mayor. Tenía unos 35 años, una espesa barba y una corona en la
cabeza… ¡era rey!
– ¡Es la corona de mi padre! ¡Ya soy
rey!– gritó entusiasmado.
Pero el príncipe no estaba conforme,
porque le entró curiosidad por saber cómo serían su mujer y sus hijos, y volvió
a tirar de la bobina. Y al instante apareció junto a él una hermosa mujer de
largos cabellos dorados y cuatro niños sonrosados.
– ¡Qué bella es mi mujer y qué lindos
mis hijos!- se dijo el príncipe- Pero… ¿Cómo serán mis hijos de mayores?
Así que el príncipe volvió a tirar
del hilo y sus hijos de pronto crecieron. Eran unos hombres hechos y derechos.
Entonces es cuando se dio cuenta de su error. Se miró al espejo y vio un hombre
anciano, enjuto, encorvado de pelo blanco y rostro consumido.
– ¡No! ¿Qué es esto? – dijo entonces
el príncipe- ¡Soy un anciano decrépito! – dijo entonces angustiado.
Miró la bobina y vio que ya quedaba
muy poco hilo. Su vida estaba llegando a su fin. El príncipe intentó enrollar
de nuevo el hilo, totalmente desesperado, pero no pudo.
– Te advertí- dijo la bobina- Y no me
hiciste caso. Ahora no hay vuelta atrás y toda tu vida se ha esfumado. Has
desperdiciado tu vida y ahora debes acabar…
El viejo rey asintió. Cabizbajo,
salió al jardín para vivir sus últimos minutos de vida. Bajo el sol de
primavera y entre árboles repletos de flores, el rey, murió.
Este relato nos habla de la necesidad de
vivir todas las etapas de la vida, sin desperdiciar ninguna ni querernos
adelantar a ninguna. Y sobre todo, de vivirlas con ilusión y presente
presencia.
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La ambición y la avaricia
En el corazón de un valle olvidado por el
sol, donde las cosechas se marchitaban y el hambre era un miembro más de cada
familia, vivía un joven llamado Elian. Su ambición no era una sed de oro ni de
poder, sino una obsesión pura y cristalina como el agua que tanto escaseaba:
quería ver florecer su tierra. Desde niño, había escuchado las leyendas sobre
los Jardines Colgantes de la Antigua Capital, un lugar donde, gracias a un
ingenio olvidado, el agua danzaba colina arriba y convertía la roca en un vergel.
La ambición de Elian era un motor que lo
impulsaba cada día. Mientras otros jóvenes del valle habían perdido la
esperanza, él pasaba sus horas estudiando los mapas descoloridos que heredó de
su abuelo, reconstruyendo en su mente los posibles acueductos y canales que
describían las leyendas. Su sueño era noble: devolver la vida al valle, ver las
sonrisas en los rostros de su gente y sentir la tierra húmeda y fértil bajo sus
pies. Para él, el éxito no era una corona, sino un campo verde.
Una mañana, tras meses de exploración por
las montañas áridas que rodeaban el valle, encontró algo que ningún mapa
señalaba. Oculta tras una cascada seca, había una cueva cuya entrada estaba
sellada por una pesada puerta de piedra, cubierta de grabados que coincidían
con los de sus mapas. Con el corazón latiéndole con fuerza, y tras un esfuerzo
titánico, logró deslizar la puerta lo suficiente para poder entrar.
Dentro no encontró los planos de un antiguo
acueducto, sino algo mucho más extraño: una semilla de cristal que pulsaba con
una luz tenue y fría. Al tocarla, una voz resonó en su mente, una voz que no
era más que el eco de sus propios deseos. «Dame tierra y te daré agua», susurró
la voz. «Dame esfuerzo y te daré abundancia. Cuanto más me alimentes, más te
daré».
Elian, lleno de un júbilo casi ciego, tomó
la semilla y regresó a su pequeña parcela de tierra yerma. Siguiendo el
instinto que le provocaba la semilla, la plantó en el centro de su campo.
Apenas lo hizo, la tierra a su alrededor se humedeció y un pequeño brote, de un
verde imposible, surgió de la nada.
La primera etapa de su ambición se había
cumplido. El agua, por fin, había vuelto. Pero la semilla, y la voz en su
interior, tenían más promesas. Y también, más hambre.
Con el tiempo y orgulloso de lo que había
empezado le hace ser respetado y admirado. Su popularidad aumenta y que Elian
usa el poder de la semilla para el bien común. Comparte el agua con sus
vecinos, los campos del valle empiezan a reverdecer y él es aclamado como un
héroe. Su ambición inicial, ver florecer su tierra, se está haciendo realidad y
beneficia a todos. Se siente realizado y orgulloso.
En su ánimo de crecer observa
en el diálogo con la semilla de cristal que, para seguir produciendo, ésta
empieza a exigir más. Quizás no solo "tierra y esfuerzo", sino
sacrificios más grandes. La semilla empieza a a pedirle que desvíe toda el agua
a su campo para que el brote central crezca más fuerte, prometiéndole que, a la
larga, producirá aún más para todos. Aquí Elian se enfrenta a su primer dilema:
¿un pequeño sacrificio de los demás para un bien mayor en el futuro?
Elian comienza a sentir un egoísmo
desproporcionado, deja de tenerlo bajo control, y empieza a llevarse por sus
seductoras ideas y empieza a pensar que, como él fue quien encontró la semilla
y quien trabaja para mantenerla, merece una porción mayor de la recompensa.
"Nadie más se esforzó como yo", le sigue así su ego con sus
pensamientos y tras rendirse a la desmesura del ego se justifica: "Si no
fuera por mí, seguirían muriendo de hambre".
Así, su ambición pasa a ser personal y deja
de ser comunal. Se manifiesta en su mente ideas avaras.
La semilla, en su diálogo con Elian,
empieza a ofrecerle cosas que nunca había deseado: no solo campos verdes, sino
poder. Le dice: “La planta que crece podría dar frutos de oro”, y con los
beneficios podría dominar a los demás.
La consecuencia es que la gente del valle,
que antes lo admiraba, ahora empezar a temerle y a sentir envidia. Los campos
de sus vecinos, a los que ahora les niega el agua, vuelven a secarse, creando
un contraste visual muy potente con la exuberancia de su propia tierra.
Elian, consumido por la avaricia empieza,
con el tiempo, a estar dispuesto a destruirlo todo antes que a ceder un ápice
de lo que ahora considera "suyo".
Al final, la gente empobrecida, reacciona
contra la avidez desproporcionada de Elian, tomando medidas para contrarrestar
su nefasta evolución a un pésimo comportamiento comunal.
Tras las justas acciones realizadas por la
gente vecinal, pierde las semillas y la situación invita a que pierda todo: la
tierra, el respeto de su gente y, lo más importante, el noble propósito con el
que empezó. El eco de la montaña, que al principio era una promesa de
esperanza, se convierte en el eco vacío de su propia codicia
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Un
cuento sobre la soberbia y la humildad
Este cuento sobre la soberbia nos habla
acerca del verdadero camino hacia la felicidad. Tener más, a veces solo sirve
para atraer más problemas o simplemente para crear la ilusión de estar por
encima de los demás, cuando no es así.
Este cuento sobre la soberbia nos habla de
dos ratones que eran grandes amigos, pese a que tenían un carácter muy
diferente. Uno de ellos era sereno, muy afable y divertido. El otro, en cambio,
se mostraba bastante ambicioso y le gustaba lucirse ante los demás. A pesar de
ello, los dos se querían y disfrutaban del tiempo que compartían.
Una mañana como cualquier otra, el ratón
más presumido llegó a la casa de su amigo. Llevaba una pequeña bolsa con sus
pertenencias y tenía una expresión diferente. Venía a despedirse. Estaba harto
de ese lugar, en donde nadie progresaba. Él quería ir a la ciudad a buscar
fortuna . No estaba hecho para una vida “tan miserable”.
Nos dice el cuento sobre la soberbia
que el ratón humilde sintió gran tristeza al ver a su amigo que partía. Sin
embargo, lo despidió deseándole muchos éxitos en la ciudad. También le dijo que
no se olvidara de él y que esperaba tenerlo pronto de visita.
Pasaron algunos meses y cada uno de los
ratones siguió con su vida. Cuando menos lo esperaba, el ratón de la ciudad
volvió. Lo primero que hizo fue ir a la casa de su amigo , pero no parecía
tener una actitud amistosa, aunque lo disimulaba. Los dos se abrazaron, pero
muy pronto el ratón soberbio comenzó a invadir toda la comunicación con sus
quejas.
Decía que la casa del ratón humilde
era demasiado estrecha. También apuntaba el escaso abanico de oportunidades que
ofrecía el lugar. Según dijo, en la ciudad donde vivía ahora semejante pobreza
no se veía. Todo lo contrario. Abundaban las comodidades y la comida no
escaseaba. El ratón humilde lo miraba con la boca abierta. Le parecía
extraordinario el paisaje que su amigo dibujaba.
Según este cuento sobre la soberbia,
el ratón de ciudad iba ataviado con una bella capa. También se había puesto un
monóculo en el ojo, pues sentía que eso refinaba a su apariencia. El ratón
humilde se sentía un poco avergonzado de no tener algo mejor para ofrecerle a
su amigo. Sin embargo, sentía que algo no andaba bien: ¿por qué, si ahora era
tan feliz , se mostraba inconforme con todo?
El cuento de la soberbia tomó un giro
inesperado cuando el ratón humilde le pidió a su amigo que le permitiera
visitarlo durante algunos días. Tenía mucha curiosidad por conocer esas grandes
maravillas que el otro había depositado en su imaginación. Con un aire
ciertamente despectivo, el ratón de ciudad aceptó. Le acogería unos días a la
ciudad, para que viera lo que era bueno.
Los dos partieron muy temprano.
Cuando llegaron a la casa en la que vivía el ratón de ciudad, su amigo no podía
creerlo. Efectivamente era una mansión gigantesca, todo era elegante. Tenía
maravillosas alfombras y unos muebles fantásticos. El ratón de ciudad le dijo
que aún no había visto lo mejor: la cocina.
Al otro se le hizo agua la boca. Los
dos llegaron a la cocina y de inmediato el ratón humilde sintió el oloroso
aroma de un trozo de jamón. Sin pensarlo, se dirigió al sitio del cual emanaba
el aroma, pero el otro le previno. “¡Alto!”, le dijo. “Cualquier ratón de
ciudad sabe que un trozo de jamón en el piso solo significa una cosa: veneno.
No vayas a comerlo”, agregó.
Dice el cuento sobre la soberbia que
el ratón humilde le agradeció a su amigo por haberle salvado la vida. Poco
después, vio que cerca de la nevera había un fabuloso pedazo de queso. Se
aproximó para probarlo, pero nuevamente su amigo de ciudad le previno. Ese
trozo de queso era el señuelo de una trampa. No debía ir por él.
Antojado y hambriento, el ratón
humilde optó por quedarse quieto. El otro iba a decirle algo, pero en ese
momento saltó un gato desde la ventana y los dos ratones no tuvieron más opción
que echar a correr. La persecución duró un buen rato, hasta que encontraron un
pequeño hueco en el que pudieron ocultarse. Ahí se quedaron toda la noche, casi
sin respirar.
Al día siguiente salieron del
escondite y el ratón de ciudad le dijo a su amigo que fueran nuevamente a la
cocina. El ratón humilde se negó. Ahora entendía por qué su amigo no era feliz
a pesar de vivir entre tanta abundancia. Comprendió que todo tiene un precio y
el precio de tanto lujo era la intranquilidad y el peligro.
Así que decidió volver a su casa.
Dice el cuento sobre la soberbia que el ratón humilde ratificó algo que ya
sabía: la verdadera felicidad se manifiesta en una vida sencilla. Un final para
reflexionar.
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El Recuerdo de Amara
En el alba de los tiempos, cuando el sol y
la luna se miraban en el mismo y vasto océano, no existían los continentes,
sino uno solo: un corazón de tierra única al que llamaban Amara.
En Amara vivían los Primeros Hijos. Sus
pieles eran un mosaico de la propia tierra: las había del color del ébano
pulido, del marfil más suave, de la arcilla rojiza y del dorado del trigo. Unos
eran altos como los árboles primigenios, otros, menudos y ágiles. Los ancianos
compartían su sabiduría con sonrisas surcadas de arrugas, y los niños corrían
con la energía del viento. No conocían la escasez. La tierra, generosa y amada,
les ofrecía frutos de mil sabores, granos que nutrían el cuerpo y el espíritu,
y aguas que cantaban con pureza. Las viviendas, construidas con materiales
vivos como madera y barro, se integraban en el paisaje como nidos o
madrigueras, siempre respetando el espacio de cada ser.
El trabajo no era una carga, sino una
danza. Cuidar de los campos, tejer las ropas, moldear la cerámica... cada
quehacer era una forma de meditación, un acto de gratitud hacia Amara.
Todos compartían una misma alma, una
filosofía de vida llamada "El Gran Equilibrio". Comprendían que cada
acción, cada pensamiento, tenía un eco en la naturaleza. Su lengua, el
"Canto Único", no se componía solo de palabras, sino también de tonos
y silencios que imitaban el susurro de las hojas, el murmullo del río y el
retumbar del trueno lejano. Sus normas eran sencillas: toma solo lo que
necesites, devuelve siempre más de lo que tomas, y honra el ciclo de la vida
hasta que la muerte, como una madre cansada, te llame al descanso final.
Pero la armonía, como la calma del mar, no
estaba destinada a ser eterna.
Un día, en las costas brumosas del oeste,
aparecieron unas naves silenciosas, negras como la obsidiana. De ellas
descendieron unos seres envueltos en túnicas, que se hacían llamar los
Susurrantes. No llegaron con armas ni con gritos de guerra, sino con sonrisas
melosas y promesas vertidas al oído.
Venían de tierras ahogadas, decían, lugares
donde uno debía luchar para ser más que el otro. Y con engaños, comenzaron a
sembrar la duda.
«¿Por qué compartir el fruto más dulce?»,
susurraban a un agricultor. «Tú lo has cuidado. Debería ser solo tuyo. Mereces
más». «¿Por qué tu casa es igual a la del vecino?», decían a un artesano. «Tus
manos son más hábiles. Mereces una morada que refleje tu grandeza». «El Gran
Equilibrio os hace a todos iguales», siseaban en las asambleas nocturnas. «Pero
no sois iguales. Algunos estáis destinados a guiar, a poseer, a ser recordados
por encima de los demás».
La semilla de la avaricia germinó en
algunos corazones, y la soberbia la hizo crecer. Así, algunos grupos cedieron
tanto su voluntad que negaron su comunicación con los ángeles que les indicaban
cada instante en cada día. Así, unos pocos empezaron a acumular más comida de
la que podían consumir, dejando que se pudriera antes que compartirla. Otros
construyeron viviendas enormes que proyectaban sombras sobre las de sus
hermanos. La palabra "mío" comenzó a escucharse más fuerte que la
palabra "nuestro". Dejaron de escuchar el Canto Único (de los ángeles
guía que cada uno poseía) para prestar atención a los susurros que prometían
poder y singularidad.
Amara, la tierra viva, sintió la traición.
El Gran Equilibrio se había roto. La codicia de sus hijos era una herida en su
propio ser. La soberbia, una fiebre que la consumía.
Y la tierra, sufriendo, lloró.
No fue un terremoto de ira, sino un sollozo
profundo que resquebrajó su piel. Las llanuras se arrugaron de pena, formando
cordilleras inmensas. De sus fisuras no brotó lava de furia, sino ríos de
lágrimas ardientes que separaron lo que una vez estuvo unido. Con un estruendo
final, un desgarro irreparable, el continente único se partió en pedazos.
Grandes masas de tierra derivaron a la
deriva, separadas por océanos nuevos y furiosos. Los Hijos de Amara quedaron
aislados en estas nuevas islas-continente. Los Susurrantes, cumplido su
objetivo de sembrar el caos, desaparecieron tan misteriosamente como llegaron.
Pasaron los siglos, y luego los milenios.
En cada tierra fragmentada, el Canto Único
se rompió. Las palabras se deformaron, los tonos cambiaron, y de aquella lengua
madre nacieron cientos de dialectos que pronto se convirtieron en idiomas
incomprensibles entre sí.
El recuerdo del Gran Equilibrio se
desvaneció, transformándose en mitos y leyendas. De aquella moral compartida
surgieron religiones distintas, con dioses celosos, rituales complejos y
mandamientos que a menudo enfrentaban a unos contra otros. Las culturas
florecieron, únicas y ricas, pero construidas sobre el olvido. Se miraban los
unos a los otros a través de los vastos océanos y se veían extraños, rivales,
bárbaros. Pieles de diferentes colores, que antes eran motivo de belleza en la
unidad, se convirtieron en excusas para el miedo y la desconfianza.
Y así, los Hijos de Amara olvidaron que una
vez fueron hermanos en un mismo hogar. Olvidaron el lenguaje del corazón de la
tierra y la sabiduría de vivir en armonía.
Pero a veces, en el silencio de la noche,
en la belleza de una montaña solitaria o en la mirada de un niño, un eco casi
imperceptible del Canto Único resurge. Un anhelo profundo de unidad, una
nostalgia de un hogar perdido que no saben nombrar, un fugaz recuerdo de Amara.
El último vestigio de la verdad de que, a pesar de las tierras y las lenguas
que los separan, todos provienen del mismo y único corazón, creado por la
insistencia fundada en amor de unidad que los ángeles guía fuerzan a refundar
la expresión natural que entre las gentes de Amara existía.
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El Río
de Lien
En las laderas de la Montaña del Perpetuo
Amanecer, vivía un joven jardinero llamado Lien. No era un jardinero común. Su
vitalidad era tan desbordante que se decía que las flores se abrían más rápido
a su paso. Su espalda era fuerte como el roble, su cabello, negro y brillante
como la obsidiana, y su risa resonaba con la claridad de un arroyo de montaña.
El secreto de Lien, y el de su jardín, era
un río que nacía de una cueva oculta en su propiedad. No era un río corriente;
sus aguas eran densas, casi plateadas, y poseían una calidez que nutría la
tierra de una forma milagrosa. Este río era la manifestación externa del propio
Jing de Lien, su Esencia vital. Mientras el río fluyera con fuerza, la vida de
Lien y de su jardín prosperaría.
Lien era consciente de su magnetismo. Su
desbordante vitalidad atraía a muchas personas, y él se deleitaba en la
atención y el placer. Pronto descubrió que podía usar las aguas de su río no
solo para nutrir, sino para deslumbrar. Comenzó a desviar el cauce para crear
efímeras y espectaculares fuentes que lanzaban chorros de agua brillante hacia
el cielo durante sus fiestas nocturnas. Cada despliegue de placer momentáneo
era un torrente de su Esencia vital derrochada por pura vanidad.
Mei, la anciana herborista del pueblo, lo
observó con preocupación. Un día, se acercó a él mientras Lien reía, viendo
cómo el agua de su río se evaporaba en el aire tras un instante de belleza.
«Lien», le dijo con voz suave pero firme.
«El Palacio de tus Riñones es profundo, y tu río de Jing fluye con abundancia.
Pero ninguna fuente es infinita. Usas tu Esencia para el espectáculo de una
noche, olvidando que es el aceite que debe alimentar la lámpara de toda tu
vida».
Lien, en la arrogancia de su juventud y
poder, se rio. «El río siempre se ha rellenado, anciana. El placer de hoy es
más real que la vejez de mañana».
Y continuó con sus excesos. Cada noche de
pasión desenfrenada, cada acto centrado únicamente en la gratificación fugaz,
era como abrir una compuerta en su río, dejando que su preciosa Esencia se
vertiera sin propósito.
Al principio, los cambios fueron sutiles.
Las hojas de sus melocotoneros ya no tenían el mismo verde intenso. Las rosas,
aunque hermosas, parecían cansadas. Era su Qi, su energía diaria, que comenzaba
a debilitarse al no tener una reserva de Jing fuerte que lo respaldara.
Luego, Lien comenzó a sentirlo en su propio
cuerpo. Un dolor sordo se instaló en su espalda baja, justo en la zona de los
Riñones. Sus rodillas, antes infatigables, protestaban al subir las laderas.
Notó, con horror, los primeros hilos de plata en su cabello oscuro y sintió que
su memoria, antes nítida, se volvía neblinosa. Su Shen, su espíritu, estaba
perdiendo su luz.
Una mañana, se despertó no con el vigor de
siempre, sino con una fatiga que se adhería a sus huesos. Alarmado, corrió
hacia su río. El espectáculo lo dejó sin aliento. El cauce, antes caudaloso y
vibrante, era ahora un hilo de agua turbia que se arrastraba perezosamente
sobre las piedras. Su magnífico jardín estaba marchito, los colores apagados, y
el aire olía a decadencia.
Lien, con el rostro surcado por una vejez
que no correspondía a sus años, cayó de rodillas. Vio su reflejo en el escaso
charco que quedaba: un hombre agotado, con la mirada vacía, la sombra de lo que
fue. Había confundido el derroche con la abundancia, el placer efímero con la
alegría duradera. Había vaciado su río para crear fuentes de una noche, y ahora
se enfrentaba a una vida entera de sed.
Con un esfuerzo que le costó todo su ser,
comenzó a cavar pequeños canales con sus manos, tratando de guiar el escaso
goteo de su Esencia hacia una sola y pequeña planta, la única que aún mostraba
un brote de vida. Comprendió la terrible lección de Mei: el Jing es el tesoro
más grande. Y una vez que se ha malgastado, no hay espectáculo, ni placer, ni
recuerdo que pueda volver a llenar el río de la vida.
Así pensó, ¿quieres llegar a viejo feliz,
jovial y saludable? debo remediar mi caos sexual, cuidar mis relaciones (con
sinceridad y honradez) y minimizar mis expulsiones y revitalizar mi Jing con lo
que pueda ahora que aún puedo (nutrición, ejercicios espirituales, relaciones
sanas,...) y esperar minimizar las consecuencias de aquellos, mis
errores.
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El ejercicio de quien miente y sus
consecuencias
En el corazón de Valleclaro, un lugar donde
las casas se acurrucaban como si buscaran calor y la sinceridad era tan
valorada como la cosecha de otoño, vivía un hombre llamado Elian. Elian era el
tejedor del pueblo, y sus manos eran capaces de crear tapices de una belleza
casi dolorosa. Sin embargo, tras su innegable talento se escondía una profunda
inseguridad, un miedo a no ser suficiente.
Todo comenzó con una mentira pequeña, un
hilo insignificante en el gran telar de su vida. Un día, mientras reparaba el
manto de la alcaldesa, cometió un error. Para ocultarlo, en lugar de admitirlo
con franqueza, le dijo que había empleado una hebra de seda de araña lunar, un
material legendario que, según él, hacía el tejido más resistente. La
alcaldesa, maravillada, alabó su ingenio por todo el pueblo.
Elian sintió un calor que nunca le había
dado la simple satisfacción de un trabajo bien hecho: el calor del engaño. Y le
gustó.
Pronto, sus mentiras se volvieron su
herramienta principal. A un granjero preocupado por sus tierras, le vendió un
pequeño estandarte tejido con "hilos de sol poniente", asegurándole
que protegería sus campos de cualquier plaga. Al posadero, le tejió un mantel
con supuestos "hilos de la risa" para atraer clientes felices. Las
mentiras se hicieron más grandes y elaboradas. La gente de Valleclaro,
acostumbrada a la verdad, no tenía motivos para dudar. Pagaban sumas generosas
por sus creaciones, no por su belleza, sino por las propiedades mágicas que
Elian les atribuía.
Las consecuencias en el entorno comenzaron
a manifestarse de forma sutil, como una polilla devorando un tejido desde
dentro. El granjero, confiado en su amuleto, descuidó las precauciones
habituales y una plaga arruinó la mitad de su cosecha. Culpó a su vecino,
creyendo que la envidia había anulado la magia. El posadero, viendo que su
negocio no mejoraba, se volvió un hombre amargado, pues pensaba que la gente de
Valleclaro era inmune a la alegría que él había comprado.
La confianza, la urdimbre que mantenía
unida a la comunidad, empezó a deshilacharse. Surgieron recelos y envidias. La
gente ya no se ayudaba con la misma franqueza, pues ahora confiaban más en los
objetos mágicos de Elian que en el esfuerzo compartido. Valleclaro dejó de ser
un lugar de colaboración para convertirse en un conjunto de individuos
esperanzados en soluciones falsas.
Mientras tanto, las consecuencias
para Elian, el origen de las mentiras, eran una tormenta silenciosa. Por
fuera, era el hombre más respetado y próspero del pueblo. Por dentro, era un
prisionero. Vivía en un estado de alerta constante, aterrorizado por ser
descubierto. Cada mentira era un nuevo hilo en la jaula que él mismo se estaba
tejiendo. No podía disfrutar de la admiración, porque sabía que no era para él,
sino para un fantasma que había creado.
Su soledad era absoluta. Estaba rodeado de
gente que lo adoraba, pero no podía conectar sinceramente con nadie, pues cada
conversación era una oportunidad para que su castillo de naipes se derrumbara.
Había olvidado cómo hablar con franqueza, cómo mirar a los ojos sin calcular la
siguiente falsedad. El peso de recordar cada engaño, a quién le había prometido
qué, lo agotaba y le robaba el sueño.
La mentira definitiva llegó con la amenaza
de una larga sequía. El río empezó a adelgazar y el pánico cundió. Presionado
por su propia fama, Elian cometió su mayor osadía. Anunció que tejería un Gran
Tapiz para el pueblo, uno que contendría "hilos de nube y hebras del
mismísimo aliento del río", y que al colgarlo en la plaza, llamaría a la
lluvia.
El pueblo entero se volcó. Le dieron sus
ahorros, sus joyas y los mejores linos y lanas. Durante semanas, Elian se
encerró, tejiendo un tapiz magnífico, pero con materiales ordinarios. El día
que lo presentó, el cielo estaba despejado y metálico. El tapiz ondeó, hermoso
y mudo. Pero la lluvia no llegó. Ni ese día, ni el siguiente, ni la semana
después.
La decepción se convirtió en sospecha. Un
niño, cuya madre le había dado a Elian su único broche de plata para
"hacer el hilo más fuerte", preguntó en voz alta: «Yo no veo mi
broche brillar en el tapiz». Fue la chispa que incendió la pradera. La gente
comenzó a examinar el tejido, a comparar sus historias, a desenmarañar la
verdad.
El derrumbe fue total. La ira del pueblo no
fue solo por la sequía, que ahora era crítica por el tiempo perdido, sino por
la traición. Se sintieron estúpidos, engañados. La confianza que una vez
definió Valleclaro se hizo añicos.
A Elian no lo expulsaron con violencia.
Simplemente, lo ignoraron. Se convirtió en un fantasma, el recordatorio
viviente de su propia estafa. Perdió su taller, su riqueza y, lo más
importante, su lugar en el mundo. Se quedó solo, rodeado por el silencio y el
desprecio, con la única compañía del eco de sus propias mentiras.
Descubrió, en su amarga soledad, que la
franqueza, aunque a veces humilde y sin adornos, es el único hilo que puede
tejer un hogar. La mentira, por muy bella y atractiva que parezca, no construye
palacios, sino jaulas de las que, al final, uno nunca puede escapar.
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El Camino de
Liang: El Joven que Tocó la Puerta del Templo
Liang tenía solo 13 años cuando llegó al
santuario Shaolin, con los pies descalzos y el corazón encendido por una sola
idea: convertirse en monje guerrero. Los ancianos del templo lo miraron con
compasión, pero también con firmeza. “Eres demasiado joven. No estás listo para
el sufrimiento ni para la disciplina que exige este camino.”
Rechazado, pero no derrotado, Liang se
instaló en el bosque cercano. Cada día, observaba los entrenamientos desde
lejos. Por la noche, imitaba los movimientos con ramas y piedras. Aprendió a
meditar bajo la lluvia, a correr entre los árboles, a escuchar el silencio como
si fuera un maestro.
Pasaron meses. Un día, uno de los monjes lo
vio practicando la forma del tigre con una precisión sorprendente. Intrigado,
lo invitó a una prueba. Liang superó obstáculos físicos, mostró humildad ante
la derrota, y una determinación que no se quebraba ni ante el dolor.
Finalmente, el abad del templo lo llamó.
“Tu cuerpo aún es joven, pero tu espíritu ya ha recorrido un largo camino.
Entra.”
🏯 El Camino de Liang
– Capítulo I: El Umbral del Silencio
El portón de madera del templo Shaolín se
cerró tras él con un sonido grave, como si la montaña misma respirara. Liang,
con apenas catorce años, sintió que el mundo que conocía quedaba atrás. No
había familia que lo esperara, ni hogar al que regresar. Solo tenía consigo una
promesa que se había hecho a sí mismo: “Seré digno.”
🌿 Los Primeros Días
Los monjes no lo recibieron con
celebraciones. Le asignaron tareas humildes: barrer los patios, cargar agua
desde el manantial, preparar arroz para los entrenamientos. No se le permitía
participar en las prácticas marciales. Observaba desde lejos, memorizando cada
movimiento, cada respiración.
Por las noches, cuando todos dormían,
Liang practicaba en secreto. Usaba sombras como maestros, y el viento como
compañero. Su cuerpo flaqueaba, pero su voluntad se volvía acero.
🧘 El Maestro
Silencioso
Un día, mientras recogía hojas en el
jardín del bambú, un anciano monje lo observó. No dijo palabra. Solo dejó caer
una piedra frente a él. Liang la miró, sin entender. El monje se marchó.
Al día siguiente, otra piedra. Y al
siguiente, otra más.
Liang comprendió: debía construir
algo. Sin instrucciones, sin guía. Así levantó un pequeño altar, sencillo pero
armonioso. Cuando lo terminó, el monje volvió y dijo por primera vez: —“Ahora
estás listo para aprender.”
Ese fue su verdadero inicio.
🥋 El Despertar del
Guerrero
Liang comenzó su entrenamiento
formal. Aprendió la forma del tigre, la del grulla, y la del dragón. Pero más
allá de los golpes y posturas, aprendió a escuchar su cuerpo, a calmar su
mente, a respetar el equilibrio entre fuerza y compasión.
Falló muchas veces. Se rompió el
tobillo en una caída. Fue humillado por discípulos mayores. Pero nunca se
rindió. Cada herida era una lección. Cada lágrima, una ofrenda al camino.
🔥 La Prueba del
Fuego
A los diecisiete años, fue convocado
para la Prueba del Fuego, un rito reservado para los discípulos más avanzados.
Debía atravesar el Pasillo de los Cien Golpes, donde monjes lo atacarían sin
tregua, y él debía resistir sin devolver un solo golpe.
Liang entró con el corazón sereno.
Cada impacto lo doblaba, pero no lo quebraba. Recordó las piedras, el altar,
las noches de práctica solitaria. Al final, cayó de rodillas… pero con una
sonrisa.
El abad lo levantó y dijo: —“No eres
el más fuerte. Pero eres el más sabio. El templo te reconoce.”
Liang se convirtió en maestro a los
veinticinco años. Enseñaba no solo técnicas, sino filosofía, humildad y
propósito. Su historia se convirtió en leyenda entre los muros del templo, y su
altar de piedras aún permanece, como símbolo de que el verdadero camino no se
abre con fuerza, sino con paciencia, humildad, talento y orgullo.
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La luz de la
esperanza en un comienzo que el amor arroja a una situación límite
En una aldea escondida entre colinas y
robles centenarios, vivían Tomás y Clara, una pareja que parecía haber sido
tejida por el mismo hilo de ternura. La guerra había arrasado pueblos cercanos,
pero a ellos no los tocó: Tomás, con su pierna maltrecha desde niño, no fue
llamado a filas. Clara, con manos de alfarera y alma de poeta, cuidaba de él y
del huerto que alimentaba a ambos.
Cada noche, se sentaban bajo el
alpendre de su casa, escuchando el canto de los grillos y el susurro del viento
entre los árboles. Pero una noche, el silencio fue roto por un llanto que venía
de la casa vecina. Era Teresa, una mujer joven, de mirada profunda y voz dulce,
que acababa de recibir la carta que confirmaba la muerte de su marido en el
frente.
Clara, conmovida, se acercó a ella.
La encontró abrazada a la carta, temblando como una hoja. No dijo nada al
principio. Solo se sentó a su lado, y le ofreció su mano. Teresa la tomó como
quien se aferra a la última rama antes de caer.
Esa noche, Clara volvió a casa con el
corazón encogido. Miró a Tomás y le dijo:
—Amor mío, esta noche quiero que
hagamos algo por ella. No por compasión, sino por amor. Por el amor que nos
sostiene, que nos ha salvado. Quiero que le demos un momento de dulzura, de
calor humano. Que sienta que aún hay vida, que aún hay belleza. No es solo
consuelo, es un acto de amor compartido. Ámala, como si fueras yo. Hazlo por
nuestro amor, que no es posesión, sino generosidad.
Tomás la miró largo rato. No había
deseo en su mirada, sino comprensión. Clara lo abrazó, y él fue a la casa de
Teresa. No hubo palabras, solo gestos lentos, miradas sinceras, y un temblor
compartido. Lo que ocurrió allí no fue pasión, sino un ritual de ternura, un
acto de humanidad.
Al amanecer, Teresa salió al porche
con una taza de café. Su rostro seguía triste, pero había en sus ojos una
chispa nueva. Clara la saludó con una sonrisa suave, y Teresa le devolvió una
mirada agradecida, sin culpa, sin vergüenza.
Desde entonces, los tres compartieron más
que vecindad. Compartieron silencios, cosechas, y la certeza de que el amor,
cuando es sincero, puede tomar muchas formas. Y que en medio de la guerra, la
ternura puede ser el acto más revolucionario.
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🥋 El
poder del silencio
En un pequeño dojo rodeado de colinas y
bambú, vivía un anciano maestro de artes marciales llamado Haru. No era
conocido por su fuerza, sino por su serenidad. Decían que podía escuchar el
viento antes de que soplara.
Un día, un joven discípulo llamado Ren
llegó al dojo, buscando aprender a defenderse del mundo. “Maestro,” dijo,
“quiero ser fuerte. Quiero que nada me perturbe.”
Haru lo miró con una sonrisa suave y lo
llevó al jardín. “Golpea ese bambú,” ordenó.
Ren lo golpeó con fuerza, pero el bambú se
dobló y volvió a su lugar. “¿Lo ves?” dijo Haru. “El bambú no se resiste. No
lucha contra el viento. Se adapta, pero nunca se rompe.”
Durante semanas, Ren entrenó con
intensidad. Pero su mente estaba llena de ruido: preocupaciones, comparaciones,
deseos. Cada vez que erraba un movimiento, se frustraba.
Una mañana, mientras practicaban katas,
Haru lo detuvo. “Tu cuerpo está aquí, pero tu mente está en otro lugar. La
atención es el primer arte. Si no puedes estar presente, no puedes ser libre.”
Ren se sentó bajo el bambú y comenzó a
observar su respiración. Día tras día, aprendió a escuchar el silencio entre
sus pensamientos. A notar cómo la mente quería correr, pero él podía elegir
quedarse.
Un año después, Ren ya no buscaba fuerza.
Buscaba claridad. Su mente se volvió como el bambú: flexible, consciente,
positiva. No porque ignorara el dolor, sino porque sabía que todo pasaba, como
el viento.
Haru le dijo entonces: “La verdadera
defensa no está en el puño, sino en la mente que no se deja arrastrar. La
atención consciente es el arte más alto. Y tú ya lo practicas.”
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🥋 El
miedo y sus consecuencias
Un maestro de artes marciales, antes de
empezar la clase del día, hace sentar en el tatami del doyang a todos sus
alumnos y le habla del miedo.
El miedo, jóvenes discípulos, es como el
primer enemigo invisible que enfrentamos antes de entrar en combate. Pero no
nace con nosotros. Cuando llegamos al mundo, somos como un cuerpo sin armadura,
sin prejuicios, sin sombras. Un niño ve a un extraño y le dice ‘hola’ sin
pensar. Ese es el espíritu puro del guerrero: abierto, sin temor, sin juicio.
Pero luego vienen los instructores del
mundo: padres, maestros, sociedad. Nos enseñan a temer al error, a la caída, al
suspenso, al qué dirán. Nos enseñan que fallar es perder. Y así, el miedo se
instala como un virus en nuestro sistema.
Cada experiencia dolorosa, cada palabra que
nos hiere, cada mirada que nos juzga… va construyendo una coraza. Pero no es
una coraza que protege: es una que limita. Nos volvemos supersticiosos,
inseguros, y empezamos a culpar a otros por nuestras heridas. Perdemos el
equilibrio interno ya que nos alejamos de nuestro centro. Y cuando el espíritu
se desequilibra, el cuerpo lo sigue. La ansiedad, la tristeza, la enfermedad…
son síntomas de un alma que ha olvidado su centro.
Por eso, en las artes marciales no solo
entrenamos el cuerpo. Entrenamos la mente. Respiramos. Observamos. Aprendemos a
mirar al miedo a los ojos y decirle: ‘Te veo, pero no te sigo’. Porque el
verdadero guerrero no es el que nunca siente miedo, sino el que no se deja
gobernar por él.
Recuerda esto: el niño que fuisteis aún
vive dentro de cada uno de vosotros. El que saludaba sin miedo. El que se
lanzaba sin pensar. Si puedes volver a él, aunque sea por un instante, habrás
dado el primer paso hacia la libertad.
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🌾 El
hilo invisible
En un pequeño pueblo rodeado de
montañas, vivía Chang Lee con su hijo Ha Niam. Su esposo, Kazuo, había partido
años atrás en busca de trabajo en tierras lejanas. Desde entonces, Chang Lee
cosía silenciosamente cada día, hilando telas para las vecinas, mientras
esperaba las cartas y el modesto dinero que Kazuo enviaba desde el extranjero.
Su casa era humilde, pero limpia. El
tatami siempre barrido, el altar con flores frescas, y el cuenco de arroz
compartido sin quejas. Chang Lee no hablaba mucho, pero cada puntada que daba
en sus costuras era una oración silenciosa por el futuro de Ha Niam.
Ha Niam, aún niño, observaba a su madre con
ojos grandes y atentos. Aprendió a leer bajo la luz tenue de una lámpara de
aceite, a estudiar con libros prestados, y a escuchar el viento como si le
susurrara secretos. Nunca pidió más de lo que tenía. Su madre le enseñó que el
verdadero valor no está en lo que se posee, sino en lo que se cultiva dentro.
Un día, el maestro zen del templo
local lo vio ayudar a un anciano caído en el camino. Le preguntó:
—¿Por qué lo hiciste?
Haru respondió:
—Mi madre dice que el dolor ajeno es
también nuestro.
El maestro sonrió y le ofreció
enseñarle medicina tradicional. Así comenzó su camino.
Pasaron los años. Haru estudió con
tenacidad, cruzó ciudades, aprendió de doctores y monjes, y finalmente, tras
cursas medicina en una Universidad de se convirtió en médico de
urgencias. Salvaba vidas con manos firmes y corazón sereno. Nunca olvidó el
aroma del arroz compartido ni el sonido de la aguja de su madre.
Cuando volvió al pueblo, ya adulto,
encontró a Chang Lee sentada junto al viejo cerezo, cosiendo como siempre. Se
arrodilló ante ella y dijo:
—Madre, todo lo que soy está tejido
en tus hilos.
Ella sonrió, sin dejar de coser, y
respondió:
—Entonces, hijo mío, que nunca se rompa el
hilo invisible que nos une y ve al jardín donde te encontrarás con tu padre
Kazuo.
Y así, en aquel pueblo donde el
viento aún susurra, se cuenta la historia de una madre que con humildad,
trabajo y esperanza, bordó el destino de su hijo con hilos invisibles del amor
que entre ambos se tenían (que nunca desfalleció sino que se alimentó por la
tenacidad y constancia mostrada en cada carta que se cruzaban) y que les unía a
su hijo Ha Niam.
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🥋 El
Maestro y la Maratón Invisible
En un doyang rodeado de bambúes, el Maestro
Dai - Choe observaba a sus alumnos entrenar con intensidad. Algunos golpeaban
con fuerza, otros corrían como si el viento los persiguiera. El sudor caía como
lluvia sobre el tatami.
Al terminar la práctica, el Maestro
se sentó en silencio. Los alumnos se reunieron a su alrededor, esperando una
enseñanza.
—Hoy —dijo Dai-Choe — he visto muchos
combates, pero pocos encuentros.
Los alumnos se miraron sin entender.—La
competición —continuó el Maestro— no es una guerra contra los demás. Es una
danza con uno mismo. Cuando luchas por ser el mejor, el ego se disfraza de
avaricia y te empuja a correr una maratón que no acaba con la primera carrera y
mucho menos con la primera victoria. El cuerpo se fatiga por la autoexigencia
de querer demostrar ser el mejor, la mente se agota por ansiedad, y el espíritu
se pierde dividiendo cuerpo y mente entre las necesidades del ego y las necesidades
del espíritu con la mente.
Uno de los discípulos preguntó:
—¿Entonces no debemos competir?
El Maestro sonrió.—Sí, pero no para vencer
al otro. Compite para conocerte. Corre para sentir tu respiración, el latir de
tu corazón, y no para dejar atrás a los demás. Golpea para afinar tu energía, y
mejorar tu psicomotricidad y no para aplastar. La verdadera victoria no está en
el podio, sino en el equilibrio que mantienes en tus pasos que das en tu vida.
Se levantó y caminó hacia el jardín.
Allí, un árbol torcido crecía junto a uno recto. Ambos daban sombra. Ambos eran
necesarios.
—El entorno también compite —dijo
señalando el jardín—, pero lo hace en armonía. Si tu lucha rompe esa armonía,
no has ganado nada pues alguien acaba perdiendo algo más que una simple
carrera. Si tu esfuerzo cuida tu salud y la de los que te rodean, entonces has
comprendido el arte de la competición.
Los alumnos guardaron silencio. Desde aquel
día, entrenaron con la mirada hacia adentro, y el doyang se llenó de una paz
que resonaba más fuerte con cada grito que daban en sus clases de artes
marciales y era un sentimiento conjunto mayor que cualquier grito de victoria
individual.
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🌿
El Maestro y los Exámenes
En un pequeño templo de montaña, un maestro
reunía cada tarde a sus discípulos para conversar sobre la vida y el
aprendizaje.
Uno de los jóvenes, preocupado por los
próximos exámenes, preguntó: —Maestro, ¿qué valor tienen las pruebas? ¿Acaso no
muestran quién es mejor que quién?
El maestro sonrió y respondió: —El examen
mide lo que recuerdas en un instante, pero no mide lo que eres. El verdadero
aprendizaje no se refleja en una nota, sino en cómo transformas lo que estudias
en tu manera de vivir.
Otro alumno intervino: —Entonces, ¿no
importa ser el mejor?
El maestro tomó una hoja caída del árbol y
la sostuvo en el aire: —Mira esta hoja. No es más que otra entre miles, y sin
embargo, cumple su función: dar sombra, nutrir la tierra, sostener la vida. Así
también cada uno de ustedes. Nadie es más que nadie, porque cada uno tiene un
papel único. Y siempre habrá alguien que sepa más, que corra más rápido, que
resuelva más problemas. Pero eso no debe entristecerte, sino recordarte que el
camino nunca termina.
Los discípulos guardaron silencio. El
maestro continuó: —El esfuerzo, la dedicación y la forma en que interiorizas lo
aprendido son lo que te dará equilibrio. La inteligencia emocional es la raíz
que sostiene tu carácter. Con ella podrás enfrentar los retos de la vida adulta
con serenidad y eficacia.
Finalmente, el maestro concluyó: —No
busques ser mejor que los demás. Busca ser mejor que tú mismo ayer. Esa es la
verdadera victoria.
🌸 Moraleja
La vida no se trata de competir para ser
más que otros, sino de crecer en equilibrio, esfuerzo y comprensión. Siempre
habrá alguien más hábil, pero lo importante es cómo cada uno cultiva su propio
carácter y afronta los desafíos con serenidad.
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🥋
Cuento Zen: La Escuela del Río Silencioso
En un valle de la India septentrional,
donde el río se deslizaba como un espejo de calma, se levantaba una escuela de
artes marciales. No era un lugar de combate, sino de educación: allí los
maestros no solo enseñaban a los niños y adolescentes a mover sus cuerpos con
disciplina, sino también a educar sus mentes y corazones.
Los maestros
decían: “El enemigo no está fuera, sino dentro. El egoísmo, el
narcisismo y los apegos son sombras que alimentan la mente reactiva. Esa mente,
cuando se deja gobernar por la prisa y la frustración, convierte la vida en
ansiedad.”
🌿
La enseñanza del Maestro Ananta
Un día, el maestro Ananta reunió a los
jóvenes bajo el árbol de neem y les habló: —La mente reactiva es como un
caballo desbocado: corre sin dirección, arrastrado por los deseos. La mente
reflexiva, en cambio, es el jinete que sabe cuándo detenerse, cuándo avanzar y
cuándo esperar.
Para educar al
jinete, dijo, había que entrenar el cuerpo y la mente en unidad:
·
El cuerpo debía ejercitarse en
movimientos simétricos, brazos y piernas, derecha e izquierda, como reflejos en
un espejo.
·
La mente debía entrenarse con
estímulos sensitivos que equilibraran los hemisferios: el izquierdo, racional,
y el derecho, creativo.
·
Aprende a no esperar para no desesperar por
apegos a la prisa (ausencia de ansiedad) y así vivir en presente que es donde
tiene que estar el foco de tu mente.
·
Así, con tiempo y práctica, la mente reflexiva
aprendería a aceptar la mente creativa, y ambas caminarían juntas como dos alas
de un mismo pájaro.
🌌
El camino de los tres cuerpos
Otro maestro, llamado Bhaskar, enseñaba que
el trabajo no terminaba en el cuerpo físico. —El cuerpo causal, el astral y el
bhúdico son como puertas —explicaba—. Solo quien respira en calma y medita en
el aquí y ahora puede atravesarlas. La unión cuerpo-mente con el alma no se
logra con fuerza, sino con equilibrio y desde el amor, el amor a todo lo que
rodea sin olvidarse de sí mismo, sino haces de tu voluntad la pena de los demás
hacia tí.
De los contrario si sólo te amas a ti mismo
obviando las necesidades de los demás contigo en tu entorno particular corres
el riesgo de ser soberbio y ceder a la tiranía (actuando como un dictador).
Los estudiantes practicaban respiración en
tándem: inhalaban como si recibieran el mundo, exhalaban como si lo entregaran.
En ese ritmo, aprendían que la acción correcta no surge de la prisa, sino del
momento presente.
🌸
La lección final
Un joven
discípulo preguntó: —Maestro, ¿Cómo sabré cuándo actuar?
El maestro sonrió y respondió: —Cuando tu
mente reflexiva escuche a tu mente creativa sin juzgarla, y ambas respiren
juntas, entonces sabrás. El momento de actuar es siempre el ahora, pero solo el
que ha entrenado su cuerpo y su mente puede reconocerlo.
Y así, en la escuela del río silencioso,
los niños crecían no solo como guerreros, sino como seres completos. Aprendían
que la verdadera victoria no era vencer a otro, sino vencer las prisas, los
apegos y las sombras del ego. Así podían ser conscientes del ¿Qué hacer? ¿Cómo
hacer? ¿Para qué hacerlo? y sobre todo ¿Cuándo hacerlo?
No olvidar que toda la lección anterior
parte de la máxima: hacer las cosas desde el amor, el amor a todo lo que rodea
sin olvidarse de sí mismo, para asegurarse de que la decisión que tomes se
ajuste a la correcta para tí y teniendo en cuanta las circunstancias que te
rodean ya que somos seres sociales: así la sinergia energética de la que
todos formamos parte vive en equilibrio y con ello todos gozamos de salud y de
bienestar particular y social.
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🌿
Cuento Zen: El Primer Ladrillo
En una escuela rodeada de jardines, un
grupo de adolescentes se reunió en torno a su maestro. La inquietud brillaba en
sus ojos: querían saber cómo prepararse para la vida adulta, cómo encontrar un
camino que no se perdiera en ilusiones o imágenes vacías del futuro.
El maestro, con calma, colocó un ladrillo
sobre el suelo y dijo:
—El trabajo dignifica porque une el cuerpo
y la mente en un mismo acto. No es la imagen de lo que sueñas lo que te
construye, sino la voluntad de hacer, el compromiso de sostener y la
responsabilidad de enfocar tu energía en el presente.
Los jóvenes se miraron unos a otros,
confundidos. El maestro continuó:
—Imaginad una casa. Nadie empieza por el
tejado. Primero se ponen los cimientos, luego los ladrillos, después las
paredes, y al final el techo. Así también se construye la vida. Cada acción que
realizáis hoy es un ladrillo que sostiene vuestro futuro.
Uno de los adolescentes preguntó: —¿Y si me
equivoco al colocar un ladrillo?
El maestro sonrió: —Entonces aprendes. El
error también es parte del camino. Lo importante es no dejar de poner las manos
en la obra. El futuro no se alcanza soñando, sino trabajando en el presente.
Los jóvenes comprendieron que la enseñanza
no era solo escuchar, sino practicar. Que la unión cuerpo-mente se lograba al
estar aquí y ahora, atentos, sin perder de vista el objetivo final.
El maestro concluyó: —Recordad
siempre: el camino de mil pasos comienza dando el primer paso. Ese
primer ladrillo que coloquéis hoy será la base de la casa que mañana os dará
cobijo.
Y así, en silencio, cada adolescente tomó
un ladrillo imaginario y lo colocó en su propio proyecto de vida, entendiendo
que la dignidad no está en la apariencia, sino en la acción consciente de
construir.
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🐺 Un
cuento: ¿Cuál de los lobos eres tú?
Un anciano cherokee estaba sentado junto a
su nieto, observando el fuego de la hoguera. Con voz serena, le dijo:
—Hijo mío, dentro de cada persona habitan
dos lobos que luchan entre sí. Uno de ellos es malvado: representa
la ira, la envidia, la avaricia, el resentimiento, la mentira y el egoísmo. El
otro es bueno: simboliza la paz, la bondad, la esperanza, la
humildad, la generosidad, la verdad y el amor.
El niño, intrigado, se quedó pensando un
momento y luego preguntó:
—Abuelo, ¿y cuál
de los dos lobos gana?
El anciano
sonrió y respondió:
—El que tú
alimentes.
🌟
Significado
·
El cuento enseña que nuestras decisiones y
pensamientos diarios fortalecen una u otra parte de nuestro interior.
·
Alimentar al lobo bueno significa cultivar la
bondad, la justicia y la compasión.
·
Alimentar al lobo malo significa dejarse llevar
por la ira, el odio y la codicia.
·
La moraleja es que cada persona tiene el poder
de elegir qué lado de sí misma crecerá.
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🐴 El
campesino y su caballo
Había una vez un campesino que vivía en un
pequeño pueblo. No tenía muchas cosas, pero sí un caballo que le ayudaba en el
campo.
Un día, el caballo se escapó y desapareció
entre las montañas. Los vecinos corrieron a su casa y le dijeron: —¡Qué mala
suerte tienes!
El campesino sonrió y respondió: —¿Mala
suerte, buena suerte? Quién sabe…
Pasaron unos días y el caballo volvió, pero
no venía solo: traía consigo varios caballos salvajes. Los vecinos se
sorprendieron: —¡Qué buena suerte tienes!
El campesino, tranquilo, contestó: —¿Buena
suerte, mala suerte? Quién sabe…
El hijo del campesino quiso montar uno de
los caballos nuevos, pero el animal era muy fuerte y lo tiró al suelo. El
muchacho se rompió una pierna. Los vecinos se lamentaron: —¡Qué desgracia tan
grande!
El campesino, sin perder la calma, dijo:
—¿Mala suerte, buena suerte? Quién sabe…
Al poco tiempo estalló una guerra. Los
soldados llegaron al pueblo y se llevaron a todos los jóvenes para luchar. Pero
el hijo del campesino, con la pierna rota, no pudo ir. Los vecinos comentaron:
—¡Qué buena suerte tienes!
Y el campesino, como siempre, respondió:
—¿Buena suerte, mala suerte? Quién sabe…
🌟 Moraleja
El cuento nos enseña que los
acontecimientos no son en sí mismos buenos o malos: todo depende de lo que
venga después. La vida está llena de giros inesperados, y lo que parece una
desgracia puede convertirse en bendición, y viceversa. La sabiduría está en
aceptar cada situación con calma y sin juzgar demasiado rápido. A veces lo
que parece una desgracia puede convertirse en una bendición, y lo que parece
una suerte puede traer problemas. Lo importante es tener paciencia y confiar en
que la vida siempre nos sorprende para bien.
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🌿
El cuento del viajero y el río
Había una vez un viajero que caminaba por
un sendero junto a un río. Durante años había cargado en su mochila piedras
pesadas: recuerdos de errores, palabras dichas con ira, actos que habían
causado dolor. Cada piedra representaba un apego, una emoción bloqueada que no
había sabido soltar.
Un día, exhausto, se encontró con un
anciano que meditaba bajo un árbol. El viajero le preguntó:
—Maestro, ¿por qué hiciste eso la semana
pasada, cuando rechazaste a un hombre que te pidió ayuda?
El anciano sonrió y respondió: —No soy
aquel. Yo soy yo aquí y ahora.
El viajero se sorprendió. ¿Cómo podía
alguien negar su propio pasado? El anciano continuó:
—El pasado es como el agua que ya ha
corrido río abajo. No puedo volver a ser aquel que actuó entonces. Pero sí
puedo, en este instante, ser responsable de corregir lo que aquel dejó sin
resolver. El kharma no es castigo, es oportunidad: cada deuda es una lección
que espera ser aprendida.
Al respecto tengo que
decirte que después de meditar decidí enviar a un amigo el mensaje
siguiente:¿Puedes ayudarle a un anciano a quien me pidió ayuda al respecto de
un problema particular que le inquieta y hace causar molestias y enfermedad y
creo que tu, viejo amigo, puedas hacerlo por mí? Te agradezco la intervención y
estimada ayuda, agraciado y querido hermano mío.
Recibí una respuesta
afirmativa pocos días después y ahora te he contestado consecuentemente.
El viajero se sentó junto al anciano y
aprendió a meditar. Descubrió que al observar su respiración, las piedras de su
mochila se volvían más ligeras. Comprendió los principios del
Óctuple Sendero:
·
Recta comprensión: aceptar que todo
cambia.
·
Recta intención: decidir no dañar.
·
Recta palabra: hablar con verdad y
compasión.
·
Recta acción: actuar con bondad.
·
Recto modo de vida: vivir sin causar
sufrimiento.
·
Recto esfuerzo: cultivar lo que libera.
·
Recta atención: estar presente en cada
instante.
·
Recta concentración: meditar para ver con
claridad.
Con cada paso consciente, el viajero dejaba
una piedra en el río. No las negaba, no las olvidaba: las reconocía, pedía
perdón cuando era necesario, y se comprometía a no repetir los errores. Así,
las aguas se llevaban las piedras, y el viajero se volvía más ligero.
Al final del camino, comprendió que vivir
en el presente no significa huir del pasado, sino transformarlo. El viajero ya
no era aquel que había errado, pero era responsable de que su hoy fuera nuevo,
limpio y libre.
Vivir en el presente es soltar los apegos y
emociones bloqueadas, pero también asumir con responsabilidad (lo que implica
corregir errores y con la lección aprendida: no volver a cometerlos) las
consecuencias de nuestros actos pasados. La meditación y el Óctuple Sendero nos
enseñan a transformar el karma en aprendizaje, y a ser, en cada instante,
alguien nuevo.
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🥋
Un Cuento: La realización personal no depende de las circunstancias.
En un viejo dojo de madera, iluminado por
faroles de papel, se reunieron cuatro maestros de artes marciales. Cada uno
venía de un rincón distinto del mundo, con estilos y tradiciones propias.
El Maestro Kenji, de Japón, abrió la
conversación: —“Yo soy yo y mis circunstancias”, dijo con voz serena. “El
entorno nos moldea, como el río da forma a la piedra. Sin las circunstancias,
¿Qué seríamos?”
El Maestro Liang, de China, replicó: —“Pero
si dependemos demasiado del entorno, ¿no perdemos nuestra esencia? El bambú se
dobla con el viento, pero nunca deja de ser bambú.”
El Maestro Adebayo, de África, golpeó
suavemente el suelo con su bastón: —“El guerrero que se define solo por lo que
lo rodea es como una sombra. Cuando cambia la luz, desaparece. La verdadera
fuerza está en reconocerse igual, aunque el mundo cambie.”
El Maestro Isabel, de España, sonrió:
—“Quizá la clave está en la unión. Somos nosotros y nuestras circunstancias,
sí, pero no como cadenas, sino como espejos. El entorno refleja quiénes somos,
y nosotros lo transformamos con nuestras acciones.”
La discusión se prolongó hasta la
madrugada. Hablaron de guerras y paz, de pobreza y abundancia, de victorias y
derrotas. Cada maestro defendía su visión, pero poco a poco fueron encontrando
un punto común.
Finalmente, Kenji concluyó: —“Realizarse es
ser uno mismo, igual y constante, aunque las circunstancias cambien. El río
puede variar su cauce, pero el agua sigue siendo agua".
Los demás asintieron en silencio. En aquel
dojo, entre respiraciones profundas y miradas firmes, comprendieron que la
verdadera maestría no era dominar al adversario, sino mantenerse fiel a la
propia esencia en medio de un mundo siempre cambiante. La realización personal
no depende de las circunstancias, sino de la capacidad de permanecer uno mismo
en cualquier entorno.
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🌸 El
Dojo y los Lirios
En un dojo rodeado de jardines, los alumnos
practicaban bajo la mirada serena del Maestro Lee. El viento soplaba
suavemente, y los lirios del campo que crecían junto al tatami se mecían sin
esfuerzo, como si danzaran con el aire.
Uno de los discípulos, cansado por la
dureza del entrenamiento, preguntó: —Maestro, ¿Cómo podemos hallar paz en medio
del esfuerzo, cuando el cuerpo duele y la mente se llena de preocupaciones?
El Maestro Li señaló los lirios que se
inclinaban con gracia: —Mira esas flores. No trabajan ni hilan, y sin embargo
su belleza supera cualquier vestidura. No se preocupan por el viento ni por la
lluvia, porque confían en la vida que las sostiene. Así también debe ser tu
espíritu en el camino marcial.
Los alumnos guardaron silencio. El Maestro
continuó: —El trabajo digno, la disciplina del cuerpo y la mente, no son cargas
si se viven con gratitud. Cada golpe, cada caída, cada levantarse, es parte del
equilibrio. No luches contra el momento presente; sé como el lirio que se
entrega al viento.
Durante la práctica, los discípulos
comenzaron a sentir que cada movimiento —el saludo, la respiración, el contacto
con sus compañeros— era una oportunidad para estar conscientes. La fatiga se
transformó en energía, y la energía en alegría.
Al final de la jornada, el Maestro Li
reunió a todos y dijo: —Cada día trae su propio afán. Si lo vives con gratitud,
sin distraerte en preocupaciones, el cuerpo y la mente se armonizan. Entonces
surge la verdadera victoria: la paz interior y con ella la sensación de
experimentar felicidad que es la clave para gozar de salud y bienestar
integral.
Los alumnos se inclinaron en reverencia. En
sus corazones comprendieron que la felicidad no estaba en vencer al adversario,
sino en vivir cada instante con equilibrio, como los lirios del campo que
confían en la providencia y florecen sin temor.
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Un aforismo
Zen dice:
"La condición de Buda viene de la
liberarse de toda dependencia"
Una anécdota Zen muestra esta conversación
entre el monje Chao-chou, en la antigüedad, en una pregunta a su maestro
Nanchiron.
-¿Cuál es el camino a seguir? (considerando
el Tao)
- Tu naturaleza y la mente natural.
-¿Qué debo hacer para recorrerlo en paz y
armonía?
- Si intentas vivir en armonía con él,
inmediatamente te desviarás del Tao.
-Pero si no lo intento... ¿Cómo podré saber
que vivo de acuerdo a él?
-El Tao está más allá del saber ó no saber.
Querer saber es interpretar mal. No saber es ignorancia.
Según la tradición, Buda, después de seis
años de prácticas meditativas, quiso enseñar a sus seguidores como tenían que
vivir para evitarse muchas penalidades, y alcanzar la iluminación personal.
Posteriormente, sus discípulos recogieron estas recomendaciones en un texto
conocido como "El óctuple sendero"
Caminar según las pautas de esta senda es
una opción voluntaria hacia el despertar de la consciencia.
El óctuple sendero contempla al ser humano
en su totalidad, y te propone una conducta justa para cada momento de la vida
cotidiana.
La palabra recta o justa se encuentra en
sus ocho recomendaciones extendiéndose como tal la actitud y el comportamiento
limpio, sincero, exento de falsedad, egoismo, rencor, miedo, envidia ó
tolerancia.
El fundamento ético de esta vía tiene su
raíz en la conveniencia de hacer el bien, ser tolerante, generoso, compasivo,
paciente, etrc.; y todo ello con mente consciente en el acto presente, actual y
en el que se realiza la acción según esta vía, experimentando en ello lo justo,
la presencia del ser en ese acto justo que implica a toda la dimensión del ser
humano protagonista de una corrección, de justicia, de felicidad.
El óctuple sendero se compone de estas ocho
reglas:
1. La justa comprensión.
Observar el momento, lo que ocurre,
implicando los sentidos en el aquí y ahora de nuestro ser interior, presente en
nuestra vida que, con el instinto natural humano en el ser cuidado y sano,
trabajando en sinergia con la naturaleza de nuestro entorno; y la comprensión
se hace correcta percibiendo, así, los hechos con nitidez, exactitud y
objetividad. Se juzga, entonces, imparcialmente y se razona con rigor,
sabiduría y comprensión.
2. El justo pensamiento
En el proceso de observación, se
experimenta conscientemente el devenir de pensamientos que surgen en la mente,
como reacción de observar lo que ocurre alrededor y en nuestro interior en tal
momento pen este presente y se resuelve por sentimientos de paz y justicia
eligiendo el correcto y justo pensamiento. Para ello es necesario eliminar la
codicia y la avidez y cerrar la puerta a pensamientos como rencor, violencia,
venganza, envidia, desprecio y orgullo. Todo ello incluso cuando nuestros
semejantes no sean justos con nosotros. Para ello es necesario un estado
cuidado y sano del ser para que los sentidos y el instinto natural humano esté
exento de error.
3. La palabra justa
En esta vivencia la
observación del momento y el justo pensamiento necesita sentir y acompañar un
correcto sentir presente con una palabra justa que mantenga el momento en
justicia, correcto equilibrio y estado de felicidad. Para ello es necesario ser
correcto en la expresión y acompañarla siempre de cordialidad, respeto y, por
tanto, hablar con sensatez huyendo del cinismo, la soberbia y la falsa
humildad.
Aprender, cuando sea necesario, a discrepar
cortésmente, sin alterarse, ni ofender al otro es además algo necesario pues,
discrepar, no significa ser enemigo. Por supuesto, es importante escuchar a los
otros con intención e interés, ya que la verdad se suele manifestar, a veces,
de forma caprichosa y puede venir por parte de alguien que asumimos contrario y
no fiable.
4 El justo comportamiento
El devenir, en sintonía de los tres puntos
anteriores, conduce, desde una observación justa, a comportarse con justicia
que, en continuidad con el sentimiento presente asociado, permite un
comportamiento justo. ¿Qué ocurre entonces? Que se cumple gustosamente y del
mejor modo con las obligaciones y deberes de la vida cotidiana. Los obstáculos
a esta conducta se encuentran en la pereza, la indiferencia, la agresividad, el
mal humor y el egoismo.
En el terreno de lo concreto, y respetando
las ideas religiosas de cada uno, podría afirmarse que los diez mandamientos de
Moisés constituyen la mejor guía para un comportamiento justo.
5 El justo medio de vida
Cada persona necesita satisfacer y costear
sus necesidades vitales (sexo-cultura-ocio, alimento, abrigo, higiene) con
ayuda de un esfuerzo-trabajo.
No todo viene a ser relativo, no todo da
igual porque hay formas o medios injustos de obtener las cosas que causan daño
a otras (pocas ó muchas) personas.
Nuestra sociedad educa al individuo para
competir contra todos, ya sea por un puesto de trabajo, una plaza escolar,
destacar en cualquier ámbito,, etc,; pero esta realidad, fácil de entender que
es injusta y crea desequilibrio emocional y social, no justifica la tentación,
por normal o habitual, el hecho de recurrir a medios desleales a la naturaleza
social humana y exentos de escrúpulos. Todos tenemos derecho a progresar, pero
sin engaños, sin pisar ni despojar a nadie de lo que le pertenece por naturaleza
6 La justa aspiración o esfuerzo
Dice la ley del Karma, con gran acierto,
que; "los seres son dueños de sus acciones y herederos de los frutos que
las mismas producen más pronto o más tarde". Un refrán castellano resume
la misma idea con estas palabras: "Cada cual es hijo de sus obras";
entre otras muchas cosas, ambas sentencias quieren enseñarnos que la suerte, o
la adversidad, no dependen nunca de un hecho aislado, sino de un conjunto de
circunstancias acumuladas por la forma de ser o actuar de la persona.
Los pensamientos generan acciones y éstas
desembocan en resultados buenos ó malos, de acuerdo a lo que la mente ha
proyectado. Buda nos insta a estar atentos y cerrar la puerta de la mente a
todos los pensamientos ó ideas negativas y a expulsar los que allí se
encuentran, aceptando sólo imágenes y sentimientos de paz y felicidad.
Por eso poner freno a los deseos
inmoderados, y buscar una mente meditativa que permita la experiencia del
despertar de la consciencia ó mente consciente -satori- ó sentir lo justo y
necesario en cada momento, en paz con el entorno, haciendo honor a la cita que
la Biblia indica sobre Jesús; "mirad los lirios como se mueven, en su
belleza sin preocupación, según sopla el viento; sed como ellos y no os
preocupéis por el mañana, centraos en el presente pensando que mañana es otro
día, otro momento y tiene su propio afán". Así, con su experiencia
(Jesucristo) tiene justificación los pecados capitales que Buda define como
excesos y desequilibrios que en sus respectivas emociones se generan:
- Soberbia.
- Avaricia.
- Lujuria
- Ira.
- Gula.
- Envidia
- Pereza
Saber la justa medida de las cosas ayuda,
en un equilibrio, a vivir de acuerdo a las leyes de la naturaleza.
7 La justa atención
Algunas artes marciales, como el aikido, el
karate, el yudo, el jujitsu, enseñan al budoka el modo de adaptar una actitud
de vigilancia permanente, capaz de percibir todo, sin necesidad de fijar la
atención en ningún detalle concreto, porque en el combate cualquier descuido o
distracción puede acarrear la derrota.
En la vida cotidiana se actúa con justa
atención, realizando todas la tareas con cuidado y esmero, estando PRERSENTE EN
LO QUE SE HACE EN UN PERMANENTE AQUÍ Y AHORA.
Así, la correcta atención no consiste en
fijar intensamente el espíritu en algo concreto ignorando todo lo demás, sino
que mientras la persona permanece atenta al motivo principal, percibe al mismo
tiempo, con claridad, exactitud e inmediatez, todo lo que ocurre en su entorno.
8 La justa concentración
Los expertos recomiendan al principiante
que antes de iniciarse en la meditación, aprenda el modo de concentrar la
mente.
Concentrarse equivale a mantener la
atención focalizada en el motivo principal, sin ser distraída por nada, hasta
el punto que cuando se llega a la justa concentración, sujeto y objeto se han
unificado sin consciencia de una identificación, durante la que se alcanza un
grado de discernimiento superior.
La práctica del Zazen se revela como un
buen ejercicio para adiestrar la concentración de la mente en las fases
respiratorias, sin atarse a ninguna idea ni pensamiento; llegados a este punto
y antes de definir la justa concentración en el ámbito Zen, nosotros sugerimos,
desde nuestras experiencias individuales, antes de iniciar la práctica Zen de
meditación buscando una justa concentración, ya sea en posturas Zazen, loto o
semiloto, el rezar concentrándose agradeciendo lo que se tiene y se ha vivido
en el día presente y pedir, después, a Padre Celestial (Dios supremo) previa
petición a tu ángel de la guarda honestidad y sinceridad durante la oración.
Aquello que te ayuda a progresar como
persona atendiendo a los conceptos aquí explicados, desde el punto de vista
Zen, consiguiendo una unión natural entre cuerpo mental, físico y astral y crea
armonía con los otros cuerpos que forman el ser superior de cada individuo, el
rezar previamente permite una concentración natural que, en posición adecuada,
la meditación Zen, se ve favorecida, sobre todo para un principiante, pues el
estado meditativo en concentración se consigue con mayor facilidad y te puedes
encontrar sorpresas como que tu ángel de la guarda, cuando hay una actitud que
lo permita, se comunique contigo.
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