Historietas-Zen

 

🥋 El discípulo y el brujo: "el alma del discípulo y el combate con el brujo".

En un dojo rodeado de montañas, donde el viento parecía susurrar antiguos preceptos del Bushido, un grupo de jóvenes discípulos escuchaba con atención a sus maestros. Uno de ellos, el anciano maestro Ryūshin, pidió silencio y comenzó a relatar una historia que, según decía, había ocurrido en otro tiempo… o quizás estaba ocurriendo aún.

“Hubo una vez un joven llamado Daiki, nacido en un barrio donde la violencia era el lenguaje cotidiano. Cada día, Daiki se enfrentaba a peleas, insultos y desafíos. Su corazón ardía con el deseo de defenderse, de imponerse, de vencer. No por maldad, sino por miedo. Quería aprender artes marciales para no ser humillado, para no ser herido.

Daiki encontró un maestro noble, el viejo Sensei Haruma, quien le enseñó que el verdadero combate es contra uno mismo. Que el arte marcial no es para ganar, sino para no perderse. Pero Daiki, impaciente, no comprendía. ‘¿De qué sirve la paz si el mundo me golpea cada día?’, decía.

Un día, apareció un hombre extraño. No vestía como maestro, pero hablaba como uno. Se hacía llamar el Maestro Kurto. Le prometió poder, respeto, técnicas secretas. "Deja a tu viejo maestro —le dijo—. Lucha contra los alumnos que yo te indique. Si los vences, sus maestros te darán favores, y tú crecerás. Con cada victoria, la espítiru de cada alma vencida se inclinará ante ti."

Daiki, seducido por la promesa de poder, aceptó. Comenzó a derrotar a otros discípulos, y sin saberlo, cada victoria debilitaba el espíritu de aquellos vencidos, que cedían su voluntad al brujo. Kuro le enseñaba técnicas oscuras, rápidas, efectivas, pero que drenaban su energía vital. Con el tiempo, Daiki fundó su propia escuela, bajo el estandarte del brujo. Sus alumnos eran elegidos por Kurto, y todos entrenaban para servir a su causa.

Pero Daiki comenzó a enfermar. No físicamente, sino en el alma. Ya no dormía bien. Sus sueños eran turbios. Sus alumnos no lo respetaban, lo temían. Y él mismo ya no sabía quién era. Un día, recordó las palabras de Haruma: "El arte marcial es para no perderse."

Desesperado, Daiki regresó al dojo de su antiguo maestro. Haruma lo recibió con compasión, pero le dijo: "Tu cuerpo puede volver, pero tu alma ha sido vendida muchas veces. Solo si reconoces cada alma que heriste, y devuelves lo que tomaste, podrás recuperar tu camino."

El maestro Haruma, al ver a Daiki postrado ante él, con los ojos turbios por años de combate y ambición, lo invitó a sentarse junto al fuego del dojo. Los demás discípulos se reunieron en silencio. Haruma habló con voz pausada:

“Antes de que los hombres se dividieran, hubo un tiempo en que todos hablaban una sola lengua. No era solo un idioma, era una vibración del alma, una forma de nombrar las cosas sin separarlas. El árbol era árbol, pero también sombra, raíz, alimento, y espíritu. No había confusión, porque no había codicia.

Pero algunos, guiados por entidades oscuras, quisieron imponer significados distintos. Nombraron lo mismo con palabras diferentes, y así nació la confusión. Las lenguas se multiplicaron, y con ellas las culturas, las fronteras, los dioses enfrentados. Cada grupo creyó tener la verdad, y los demonios se alimentaron de esa división siendo inicio de la historia que conocemos como Babel.

El brujo "Kurto" que te sedujo, Daiki, es hijo de esa fragmentación. Él no enseña, etiqueta. No guía, manipula. No honra, domina. Pero aún puedes volver.”

Daiki, con lágrimas en los ojos, preguntó:

—¿Cómo, maestro? ¿Cómo se recupera el alma que ha sido entregada?

Haruma respondió:

“Debes desandar el camino. No basta con arrepentirse. Debes visitar a cada discípulo que venciste, reconocer su dolor, devolverle su dignidad. No con palabras, sino con actos. Debes renunciar a las técnicas que te fueron dadas, y volver a aprender desde el vacío. Solo así los demonios que se alimentan de tu voluntad comenzarán a morir.”

Daiki emprendió su viaje. Visitó a cada alumno que había derrotado. En lugar de combatir, se postraba ante ellos, les ofrecía ayuda, compartía lo poco que sabía con humildad. Algunos lo rechazaron, otros lo perdonaron. Con cada acto de reparación, sentía que algo oscuro se desprendía de su cuerpo.

Las técnicas del brujo comenzaron a fallar. Sus golpes ya no eran certeros. Sus movimientos, antes rápidos como el rayo, se volvían torpes. El brujo, al ver que perdía poder, intentó invocar a los demonios que lo sostenían. Pero estos, al no encontrar alimento en Daiki, comenzaron a desvanecerse.

Finalmente, Daiki regresó al dojo de Haruma. Esta vez no como discípulo, sino como servidor del camino. No enseñaba técnicas, sino principios. No hablaba de combate, sino de armonía. Y en una última ceremonia, Haruma le dijo:

“Has recuperado tu alma, Daiki. Pero más aún, has sanado parte del mundo. Porque cada alma que se libera, debilita a los demonios que fragmentan la humanidad.”

Epílogo: la enseñanza para los discípulos

Los jóvenes discípulos escuchaban con atención. Uno preguntó:

—¿Y si algún día aparece otro brujo?

Haruma respondió:

“Quizá aparecerán, Ojalá que no hay ninguno. Si alguno hay, y os tienta, podéis recordar que el arte marcial es un lenguaje del alma, no del ego, nunca podrán poseeros. Hablad con verdad, entrenad con compasión, y luchad solo cuando el espíritu lo exija. Así, los demonios no encontrarán morada en vosotros y acabarán por desaparecer.” 

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🧘‍♂️ Un cuento zen sobre el amor verdadero: "El bambú y el cerezo".

Un joven discípulo se acercó al maestro zen mientras barría el jardín del templo.

—Maestro —dijo con voz inquieta—, ¿Cómo sabré si la persona que amo es la adecuada para caminar conmigo en la vida?

El maestro dejó caer la escoba suavemente, como si el viento la hubiera soltado, y señaló dos árboles que crecían juntos en la ladera: un bambú y un cerezo.

—Mira bien —dijo—. El bambú es firme pero flexible. Se dobla con el viento, pero nunca se rompe. El cerezo florece con belleza, pero sus pétalos caen con rapidez. Ambos son hermosos, pero crecen de formas distintas.

El discípulo observó en silencio.

—El amor verdadero —continuó el maestro— no es encontrar a alguien que se parezca a ti, sino a alguien que te respete en tu forma de crecer. Si el bambú intentara florecer como el cerezo, se quebraría. Si el cerezo intentara doblarse como el bambú, perdería su esencia.

—¿Y si no crecemos en la misma dirección? —preguntó el joven.

—Entonces, hijo mío, hay que tener la virtud de decir no. No con rabia, sino con comprensión. No con miedo, sino con sabiduría. Porque el amor que resta no es amor: es apego. Y el amor que suma es aquel que te permite ser tú mismo, sin dejar de caminar junto al otro.

El discípulo bajó la mirada, como si una semilla hubiera sido plantada en su corazón.

—¿Y cómo se cultiva ese amor, maestro?

—Con paciencia, como se cultiva el bambú. Durante años no se ve crecer, pero bajo tierra sus raíces se fortalecen. Y cuando finalmente brota, lo hace con fuerza y dignidad. Así debe ser una relación: raíces profundas, crecimiento sincero, y espacio para florecer sin miedo.

El discípulo sonrió. El maestro volvió a tomar la escoba. Y el viento, como si entendiera la enseñanza, acarició ambos árboles sin hacer distinción. 

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🧘‍♂️ El saludo del bambú

En un valle rodeado de montañas suaves, vivía un anciano maestro zen llamado Ryū. Su templo era sencillo, hecho de madera y piedra, y en su jardín crecían bambúes que se mecían con el viento como si saludaran al mundo.

Un día, llegó al templo un joven noble, vestido con ropas finas y joyas brillantes. Quería aprender del maestro, pero al entrar, no se inclinó ni saludó. Se sentó con la espalda recta y la mirada altiva.

El maestro Ryū lo observó en silencio. Luego, sin decir palabra, se levantó y caminó hacia el jardín. El joven lo siguió, curioso.

Ryū se detuvo frente a un bambú y dijo:

—Mira este tallo. ¿Es alto o bajo?

El joven respondió:

—Es alto, claro. Más alto que los demás.

Ryū asintió.

—¿Y este otro?

—Es bajo. Apenas ha crecido.

El maestro sonrió.

—Y sin embargo, ambos se inclinan con el viento. No por miedo, ni por sumisión. Lo hacen porque están vacíos por dentro. No se aferran a su altura ni a su forma. Se presentan al viento tal como son.

El joven frunció el ceño.

—¿Qué tiene eso que ver conmigo?

Ryū lo miró con ternura.

—Cuando te presentas a otro ser humano, no eres tu rango, ni tu ropa, ni tu historia. Eres como el bambú: cuerpo, mente, alma y espíritu. Si estás lleno de juicios, te romperás con el viento. Si estás vacío de apegos, te inclinarás con respeto, no por inferioridad, sino por reconocimiento.

El joven bajó la mirada. Por primera vez, se inclinó ante el maestro.

—Gracias por enseñarme a saludar.

Ryū le devolvió la reverencia.

—Gracias por presentarte.

Desde entonces, el joven saludaba a todos —campesinos, sabios, niños y ancianos— con la misma reverencia. No por lo que eran en el mundo, sino por lo que eran en el centro de su ser.

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🧘‍♂️ El amor en el matrimonio

En una escuela secundaria de Kioto, durante una clase de ética, el profesor abrió un espacio para preguntas. Un alumno levantó la mano con timidez, pero con firmeza en la voz:

—Profesor, ¿Qué sentido tienen las relaciones de pareja antes del matrimonio? ¿Y cómo saber si una relación está destinada a formar un hogar y una familia?

El profesor, un hombre de mediana edad con gafas redondas y mirada serena, dejó el libro sobre la mesa y respondió:

—Las relaciones de pareja son como el estudio de una lengua extranjera. Puedes aprender vocabulario, gramática, incluso conversar… pero no sabrás si puedes vivir en ese país hasta que lo visites. Las relaciones prematrimoniales pueden ser una forma de conocerse, de entender si hay armonía, respeto y propósito compartido. Pero si se viven sin conciencia, pueden convertirse en ruido, no en música.

El alumno asintió, pero su rostro mostraba que la respuesta no le bastaba. Al salir del colegio, fue directo al dojo donde entrenaba artes marciales desde niño. Allí lo esperaba su maestro, un anciano de cabello blanco recogido en un moño, que barría el tatami con calma.

—Maestro —dijo el alumno—, hoy en clase hablamos de las relaciones de pareja. El profesor dijo que son como aprender una lengua extranjera. Pero… ¿Cómo saber si una relación está alineada con el camino del hogar y la familia?

El maestro dejó la escoba a un lado, se sentó en posición de loto y le hizo una seña para que se acercara.

—Cuando entrenas con alguien en combate —dijo—, puedes sentir si su energía te complementa o te choca. Si te empuja a ser mejor o te desequilibra. En las relaciones ocurre lo mismo. Una pareja que está destinada a formar hogar no busca vencer al otro, sino moverse juntos como agua y roca: distintos, pero en armonía.

El alumno cerró los ojos por un momento. En su mente, vio a sus padres cocinando juntos, riendo. Vio a su hermana peleando con su novio, pero luego abrazándose con ternura. Y entendió que el amor no es una fórmula, sino una práctica diaria, como el arte del combate: respeto, presencia y propósito.

El maestro sonrió al ver la expresión del alumno.

—Recuerda —dijo—: el amor no se mide por la intensidad del fuego, sino por la constancia del calor.

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🌬️ El cuenco y el silencio

El maestro Takeshi se sentó en el centro del dojo, con un cuenco de madera entre las manos. —Hoy no hablaremos de técnicas —dijo—. Hoy aprenderemos a escuchar.

Los alumnos se acomodaron en círculo. Uno de ellos, Haru, parecía inquieto. Su respiración era rápida, sus ojos evitaban el contacto.

El maestro no dijo nada. Solo observó. Respiró lento. Cerró los ojos.

Pasaron minutos. El silencio se volvió denso, pero no incómodo.

Finalmente, Haru habló: —Maestro… no sé si quiero seguir. Me siento perdido.

El maestro abrió los ojos y sonrió. —¿Y cómo respiras cuando te sientes perdido?

Haru dudó. —Rápido. Como si algo me persiguiera.

—Entonces respira como si nada te persiguiera. Respira como si el momento fuera suficiente.

Haru lo imitó. Inspiró. Expiró.

—¿Y qué escuchas ahora? —preguntó el maestro.

—El viento. Mis latidos. El cuenco.

—Y eso es saber. No lo que se dice, sino lo que se comprende cuando uno está presente.

El maestro colocó el cuenco frente a Haru. —Llénalo de agua. Pero solo cuando sientas que es el momento.

Haru esperó. Observó. Respiró. Y cuando el silencio se volvió claro, vertió el agua.

—Así se sirve el conocimiento —dijo el maestro—. No cuando uno quiere, sino cuando el momento lo pide.

           —Haru inquieto, preguntó ¿Cuando lo pide el momento? 

          El maestro dijo:

          —Os diré ejemplos de circunstancias que pasaron con este mismo tema entre  mi maestro y yo cunado aprendía cuando es el momento:

🧺 1. En la colada: limpiar sin prisa

Mientras los alumnos lavaban sus uniformes, el maestro se acercó con una sonrisa. —No se trata solo de quitar manchas —dijo—. Se trata de ver cómo las manos se mueven, cómo el agua fluye, cómo el cuerpo respira.

Uno de los alumnos, Kenji, frotaba con fuerza, impaciente. —¿Por qué no sale esta mancha?

—Porque la estás atacando —respondió el maestro—. Respira. Suelta. Observa.

Kenji lo hizo. Y la mancha, como si entendiera, se desvaneció.

—La paciencia limpia más que la fuerza —dijo el maestro.

🧘 2. En la postura: el cuerpo como espejo

Durante la meditación, el maestro observó a Aiko encorvada, con la respiración entrecortada. —¿Qué te pesa? —preguntó.

—No lo sé. Me siento cansada.

—Tu cuerpo lo sabe. Escúchalo. Endereza tu columna. Respira desde el vientre.

Aiko lo hizo. Y al cabo de unos minutos, sus ojos se iluminaron.

—Me siento más ligera.

—Porque el cuerpo no miente —dijo el maestro—. Cuando lo escuchas, te revela lo que el alma calla.

🫖 3. En la cocina: servir con atención

En la hora del té, el maestro pidió a los alumnos que sirvieran sin hablar.

Uno de ellos, Daichi, derramó agua al llenar las tazas. —Lo siento, maestro. Me distraje.

—No es la distracción lo que derrama —dijo el maestro—. Es la prisa.

Daichi respiró. Sirvió de nuevo. Esta vez, el agua fluyó como si supiera dónde detenerse.

—Cuando atiendes, el mundo coopera contigo.

🗣️ 4. En la conversación: decir lo justo

Una tarde, los alumnos discutían sobre quién debía liderar el grupo en una exhibición.

El maestro escuchó en silencio.

Cuando todos terminaron, preguntó: —¿Alguien respiró antes de hablar?

Nadie respondió.

—Entonces no hablaron ustedes —dijo—. Habló la reacción.

—¿Y cómo se habla con sabiduría? —preguntó uno.

—Respiras. Escuchas. Comprendes. Y entonces, si es necesario, hablas.

El grupo se quedó en silencio. Y en ese silencio, surgió la decisión justa.

🌅 5. En el descanso: saber parar

Al final del día, el maestro se tumbó en el tatami. —Hoy no hay más que hacer —dijo—.

—¿No deberíamos repasar la técnica? —preguntó un alumno.

—La técnica sin descanso se vuelve torpe.

—¿Y cómo se descansa bien?

—Respirando. Sintiendo el cuerpo. Dejando que el momento sea suficiente.

Y así, el dojo se llenó de una paz que no venía del silencio, sino de la presencia. 

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El niño de los mil caminos

En un pequeño pueblo rodeado de montañas y niebla, vivía un niño llamado Iván. Tenía el corazón tan grande como el cielo de otoño, y la curiosidad de mil gatos. Pintaba, corría, leía, tocaba instrumentos, ayudaba a los vecinos, soñaba con ser muchas cosas… pero no sabía cuál era su verdadero camino.

Cada día, Iván despertaba con entusiasmo, pero cada noche se dormía con dudas. “¿Quién soy?”, se preguntaba. “¿Qué debo hacer con mi vida?”. Su alma era como un lago agitado por muchos vientos, y aunque su bondad era evidente, su inocencia lo hacía vulnerable a quienes querían aprovecharse de su confusión.

Iván vivía en un barrio donde las noches eran largas y las tentaciones estaban a la vuelta de cada esquina. Tenía amigos —o al menos eso creía— que lo invitaban constantemente a salir, a beber hasta perder el sentido, a probar sustancias que prometían olvidar el dolor pero que solo lo hundían más.

A veces, se negaba. Otras veces, no. No porque quisiera, sino porque no sabía cómo decir que no sin perder el poco afecto que sentía recibir. “Vamos, solo esta vez”, le decían. “No seas aburrido.” Y así, entre risas falsas y humo espeso, Iván se fue alejando de quien realmente era, aislando de sus compañeros de clase hasta que casi siempre se le veía sólo en los caminos de casa a colegio, en los paseos durante los recreos ó jugando sólo, los fines de semana, con un balón de baloncesto y, a veces, con una raqueta de ping-pong y una pelota pequeña blanca.

Su hogar no ofrecía refugio. Su familia desconocía sus problemas, pues se los guardaba dentro de sí y el silencio era su mejor refugio. En esos días, Iván soñaba con escapar, pero no sabía hacia dónde. Hasta que una noche, después de una pelea en la calle, un anciano lo encontró sentado en un portal, con la mirada perdida.

No le ofreció sermones. Solo le dijo: “Si estás cansado de que te arrastren, aprende a caminar solo.” 

Un día, mientras caminaba por el bosque buscando respuestas en el canto de los pájaros, se encontró con un chico que iba al colegio con él , aunque en curso superiores, éste le miró con mirada serena y con voz tranquila le dijo que era discípulo de  Akio, un maestro de artes marciales de la zona aunque extranjero. En la conversación salió a relucir problemas comunes que hizo que Iván se interesase por Akio.

Un día se atravió a ir al gimnasio de Akio haciendo caso a la proposición del alumno que vió en al parque.

—Tu corazón es noble, Iván—dijo el maestro Akio—, pero tu alma necesita raíces y fortaleza mental. Ven con nosotros. No te enseñaremos qué camino tomar, sino cómo caminar sin perderte.

Desde ese día, Iván comenzó un viaje interior. Aprendió a escuchar el silencio, a observar sin juzgar, a reconocer la sombra sin temerla. Descubrió que la fuerza no está en el puño cerrado, sino en el alma que no se quiebra ante la duda. Aprendió a proteger su esencia sin perder su ternura.

Y aunque aún no sabía qué sería en la vida, ya no le preocupaba. Porque había comprendido que el camino no se elige con la mente, sino que se revela cuando el corazón está en paz.

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🧘‍♂️ El Maestro del Muro Invisible

Había una vez, en una escuela enclavada entre montañas, un maestro llamado Daisuke. Era sabio en las artes del pensamiento, pero su corazón estaba nublado por viejos resentimientos. Desde joven, había aprendido a desconfiar de ciertos grupos que pensaban distinto al régimen que él consideraba justo. Entre ellos, un grupo rebelde que se autodenominaba la fraternidad del Alba, a quienes veía como enemigos del orden.

Daisuke enseñaba con pasión, pero también con veneno. Sus palabras, aunque envueltas en filosofía, sembraban desconfianza hacia quienes no compartían su visión. Sus discípulos, jóvenes y atentos, absorbían sus enseñanzas como agua en piedra.

Pasaron los años, y los alumnos crecieron. Algunos comenzaron a repetir sus prejuicios, otros los amplificaron. Un día, durante una ceremonia de debate, uno de sus pupilos humilló públicamente a un visitante que hablaba de libertad de pensamiento. Otro destruyó un mural que representaba símbolos de la fraternidad del Alba. Daisuke observó todo esto desde su asiento, y algo dentro de él se quebró.

Esa noche, no pudo dormir. Las imágenes de sus alumnos actuando con odio lo perseguían. Se dio cuenta de que no eran ellos quienes habían fallado, sino él. Había construido un muro invisible entre su escuela y el mundo, y ahora ese muro se había vuelto prisión.

El colapso fue silencioso. Daisuke dejó de hablar durante días. Luego, comenzó a estudiar los textos que antes despreciaba. Leyó sobre los adeptos a la fraternidad del Alba, sobre otras formas de pensar, sobre el valor de la duda. Lloró en silencio al comprender cuán lejos había estado del verdadero camino.

Volvió a enseñar, pero esta vez con humildad. No predicaba certezas, sino preguntas. No ofrecía enemigos, sino espejos. Sus alumnos, confundidos al principio, comenzaron a cambiar. Uno pidió perdón al visitante humillado. Otro restauró el mural destruido. Como fichas de dominó, el cambio se propagó.

Años después, la escuela era conocida no por su rigidez, sino por su apertura. Y Daisuke, ya anciano, solía decir:

“El muro que levantamos para proteger nuestras ideas puede convertirse en el muro que impide que crezcamos. Derribarlo no es traición, es despertar.”

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  🥋 El bambú y el guerrero

En un pequeño gimnasio rodeado de montañas vivía un maestro de artes marciales que enseñaba no solo con movimientos, sino también con historias. Un día, mientras la nieve caía suavemente en el jardín, reunió a sus alumnos y les pidió que observaran los árboles.

-"¿Qué ven?", preguntó.

Uno respondió: 

-"El pino se mantiene firme, pero sus ramas se han roto bajo el peso de la nieve".

Otro añadió: 

-"El bambú se ha doblado, pero no se ha roto. Parece como si la nieve se deslizara por él como una carretilla de albañil, depositándolo suavemente en el suelo y luego volviendo a su posición original".

El maestro sonrió:

-"Así es el espíritu de un guerrero. Si es rígido, se rompe bajo la presión y la dificultad. Si es flexible, se adapta, se dobla y luego vuelve a su forma original. La paciencia y la escucha son como la savia del bambú: invisibles, una fuente de riqueza interior y esenciales para alcanzar la maestría que un guerrero necesita". Además, si tienes la paciencia de escuchar durante un tiempo prolongado y adoptas una actitud acorde al trabajar con tu compañero de técnica, apreciarás la maestría de las diferentes técnicas que cada uno utiliza al ejecutar las técnicas de artes marciales que intento enseñarte.

Luego, guió a los alumnos al doyo y les enseñó a caer. Una y otra vez, caían y se levantaban. Algunos se frustraron, otros rieron, pero al final, todos aprendieron algo.

Dijo el maestro: "Cada caída es una conversación con el error. Si la escuchas, te enseña. Si la rechazas, te derrota. Aprender a caer sin miedo significa vivir sin miedo al fracaso. El fracaso debe verse como una oportunidad para repetir el intento sin cometer el error que provocó la caída. Al levantarse rápidamente en el entrenamiento, la mente aprende a relajarse gradualmente a medida que se alcanzan las metas y a aceptar el nerviosismo y la preocupación como algo que se disolverá mediante el levantamiento repetido y sin frustración después de cada caída. De esta manera, la mente adquiere resiliencia: la fuerza invisible que, sin embargo, lo sostiene todo".

Con el tiempo, los estudiantes adoptan el entrenamiento en artes marciales con la idea de que el entrenamiento físico sirve para desarrollar disciplina, resiliencia y la capacidad de reconocer diferentes estrategias para lidiar con los problemas que surgen en diferentes situaciones en el dojo. Aplicado a la vida fuera del dojo, enseña las habilidades y destrezas para enfrentar los diversos desafíos de la vida cotidiana, y que estos desafíos merecen el título de Guerreros.

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  🥋 El Maestro y el Espejo

En un dojo silencioso, bañado por la luz tenue del amanecer, el maestro Takeshi guiaba a sus alumnos en una práctica de técnicas individuales frente al espejo. No era un espejo cualquiera: para él, era una herramienta de introspección, no de vanidad.

Mientras los estudiantes se concentraban en sus movimientos, Takeshi observó a uno de ellos—Haruto—detenerse para acicalarse el cabello, ajustando su imagen con meticulosa atención. El maestro se acercó con calma, sin juicio, y le dijo:

—Haruto, dime… ¿qué ves cuando te miras en el espejo?

El joven, algo desconcertado, respondió:

—Veo mi reflejo. Quiero verme bien.

Takeshi asintió lentamente.

—¿Y si te dijera que ese reflejo no eres tú? Que el espejo puede ser más que una superficie que devuelve una imagen. Puede ser una puerta y no para acicalar lo que otros ven, sino para observarte desde dentro. Para sentir quién eres tú, personalmente, cuando nadie te mira.

Haruto bajó la mirada, confundido.

—Cuando practicamos artes marciales, no buscamos impresionar. Lo que queremos es  Buscar una actitud particular en nuestra expresividad. Cada técnica que ejecutas puede ser una manifestación de tu voluntad más profunda. Si te apegas a la imagen, te conviertes en un prisionero de ella. Pero si sientes desde tu interior, cada gesto se vuelve auténtico, por tanto: libre.

El joven volvió a mirar el espejo, esta vez sin tocarse el cabello; respiró hondo y, por primera vez, no vio solo su rostro. Se fijó en su intención.

Viendo, el maestro, un cambio en su actitud le dijo:

Haruto, estás dando un paso inteligente. Te recuerdo que esa imagen es el reflejo de tu ego, no de tu ser interior. Lucha contra él pero no dejes de respetarlo, pues te ayuda a luchar por tus objetivos personales.

Controla la posible desmesura y lo que ésta puede provocar, pues sus excesos son nocivos para tu forma de pensar, esto es: para tu mente y con ello el perjuicio en tu físico es colateral.

Sé su amigo, pero no sé intransigente con sus exigencias de gloria y soberbia; y con valor y decisión no rompas tu integridad con tu ser espiritual que es el que, con sus consejos y buena orientación, te lleva a vivir en equilibrio y sentir paz interior disfrutando de salud y bienestar. Para ello un buen comienzo es el que estás demostrando: enhorabuena.

Recuerda: no entres en su juego de caprichos y excesos; haz, sin embargo, de esta actitud que muestras una forma de sentir tu interior en cada momento de tu entrenamiento y expándelo a tu ser y estar en cada momento de tu vida.

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Un momento feliz de iluminación ó satori 

En una reunión entre varios alumnos y su maestro shaolín, después de una entrenamiento, se produce la siguiente conversación;

Alumno 1: ¿Qué es tener satori?

Maestro: primero entiende el concepto.

Alumno 1: ¿a qué se refiere?

Maestro: ¿entiendes lo que es un vaso?

Alumno 1: si

Maestro: ¿entiendes lo que es un recipiente?

Alumno 2: claro, quiere decir que satori va más allá de la palabra aunque se designa como tal.

Maestro: Si, eso es.

Alumno 2: ¿Satori es realizarse como persona?

Maestro: ¿entiendes el concepto? 

Alumno 2: Si, pero como no lo he vivido no se explicarlo.

Maestro: ¿Entiendes lo que es Cristo.?

Alumno 1 y 2: un religioso cristiano

Maestro: es el concepto de vivir en satori

Alumno 1: Hay qu eser cristiano para tener satori

Maestro: No entiendes el concepto.

Alumno 3: ¿Puedes dar luz a satori, Cristo, autorrealización

Maestro: Y Buda, ... y otros términos que designan lo mismo.

Alumno 3: ¿quieres decir que hay muchas formas de llegar al mismo punto espiritual?

Maestro: Hay muchas formas de definir satori y hay muchas formas conceptualmente iguales de describir el camino que lleva a él.

Alumno 2: ¿Como se alcanza el satori?

Maestro; debes entender el concepto y seguirlo, no adueñarte del término y obligarte a recordar con él en el pensamiento una idea particular, temporal, de satori que hayas experimentado.

Alumno 3: ¿satori no se puede tener, entonces?

Maestro: Vive el momento y sé consciente de ti mismo (todo tu ser y esencia espiritual) y de tu entorno; es decir, se responsable del entendimiento de tu persona y tus circunstancias en el aquí y ahora,

Alumno 1: ¿eso es satori.?

Maestro: es un camino, y un momento que permite experimentarlo, pero el concepto permanente va más allá. Te permite delante de cualquier persona, sea quien sea, ver en su interior la misma esencia espiritual que forma parte de tu esencia espiritual interior.

Alumnos al unísono: ¿Lo has sentido alguna vez?

Maestro: Quizá.

Alumno 1: ¿tener y vivir en satori supone ser más sabio?

Maestro: En mi humilde experiencia, se es partícipe y consciente de una gran sabiduría pero no te hace más inteligente. Es como tener una mansión para tí sólo y vivir en el granero, sin forma de entrar en tal mansión, alcanzar el conocimiento inherente a esa sabiduría.

Alumno 2: no entiendo la porqué no puedes ser sabio y tener conocimiento al mismo tiempo.

Maestro: La sabiduría espiritual es densa, enorme pero no se expresa, y para poder manifestarse en tu mente humana debes tener un mapa intelectual que se corresponda con una geometría y estructura mental y cerebral que permita descubrir en el interior de la mente la información que la sabiduría quiere manifestar.

Alumno 1: O sea, que ser sabio no significa ser inteligente, que sí o sí requiere estudiar e hincar codos.

Maestro: Eso que has dicho corresponde a un momento búdhico. Has tenido un satori. Aprende a permanecer en ese estado de comprensión mientras practicas meditación y haces tus tareas diarias. Así, os lo digo a todos, se debe caminar para que el estado satori sea permanente.

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La pereza y la bobina maravillosa

Este cuento, ‘La bobina maravillosa’, es una adaptación del relato del novelista español y cubano Eduardo Zamacois y Quintana. Se trata de un cuento para niños, adolescentes y adultos con varias lecturas. Podemos reflexionar sobre la pereza y la falta de ilusión por hacer cosas y por supuesto, sobre la necesidad de vivir cada instante como si fuera único. No dejes escapar ningún minuto y llénalo de cosas valiosas. No dejes pasar la vida sin más. No la desperdicies. Es lo que viene a decirnos este maravilloso cuento.

 Cuentan que hace mucho tiempo, existió un rey bondadoso y trabajador, pero que tenía un hijo muy perezoso y falto de ilusiones, al que no le apetecía hacer nunca nada. No hacía más que quejarse todo el rato y responder con malas palabras cada vez que le ordenaban hacer una tarea:

 – ¡Ojalá fuera ya mayor para poder ser rey y hacer lo que quisiera!

 Pero un día, el príncipe encontró una bobina de hilo de oro sobre su cama y, para su sorpresa, la bobina le habló:

 – Soy una bobina especial. Represento tu vida, toda tu vida, desde el principio hasta el final. ¿Ves que sobresale un poco de hilo? Son los años que ya has vivido. Si tiras del hilo, tu vida avanzará. Debes tratarme con cuidado, porque el hilo que desenrolles, no podrá volver a su lugar. Puedes tirar del hilo y pasar a otra etapa de tu vida si quieres, pero recuerda… los años que saltes, no volverán. Piénsalo bien.

 – ¡Maravilloso! – respondió asombrado el príncipe– Además siempre he querido ser más mayor.

 Así que, sin pensarlo más, tiró de la bobina. ¡Se moría de curiosidad por saber si lo que decía la bobina era verdad! Se miró en un espejo que tenía en su cuarto y efectivamente, ya no era un adolescentes, sino un joven apuesto, de unos 20 años.

El príncipe sigue investigando cómo será su vida con la bobina maravillosa

 Pero de pronto el príncipe pensó que con esa edad tendría que trabajar mucho, así que decidió tirar un poco más, y se hizo algo más mayor. Tenía unos 35 años, una espesa barba y una corona en la cabeza… ¡era rey!

 – ¡Es la corona de mi padre! ¡Ya soy rey!– gritó entusiasmado.

 Pero el príncipe no estaba conforme, porque le entró curiosidad por saber cómo serían su mujer y sus hijos, y volvió a tirar de la bobina. Y al instante apareció junto a él una hermosa mujer de largos cabellos dorados y cuatro niños sonrosados.

 – ¡Qué bella es mi mujer y qué lindos mis hijos!- se dijo el príncipe- Pero… ¿Cómo serán mis hijos de mayores?

 Así que el príncipe volvió a tirar del hilo y sus hijos de pronto crecieron. Eran unos hombres hechos y derechos. Entonces es cuando se dio cuenta de su error. Se miró al espejo y vio un hombre anciano, enjuto, encorvado de pelo blanco y rostro consumido.

 – ¡No! ¿Qué es esto? – dijo entonces el príncipe- ¡Soy un anciano decrépito! – dijo entonces angustiado.

 Miró la bobina y vio que ya quedaba muy poco hilo. Su vida estaba llegando a su fin. El príncipe intentó enrollar de nuevo el hilo, totalmente desesperado, pero no pudo.

 – Te advertí- dijo la bobina- Y no me hiciste caso. Ahora no hay vuelta atrás y toda tu vida se ha esfumado. Has desperdiciado tu vida y ahora debes acabar…

 El viejo rey asintió. Cabizbajo, salió al jardín para vivir sus últimos minutos de vida. Bajo el sol de primavera y entre árboles repletos de flores, el rey, murió.

Este relato nos habla de la necesidad de vivir todas las etapas de la vida, sin desperdiciar ninguna ni querernos adelantar a ninguna. Y sobre todo, de vivirlas con ilusión y presente presencia.

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 La ambición y la avaricia

En el corazón de un valle olvidado por el sol, donde las cosechas se marchitaban y el hambre era un miembro más de cada familia, vivía un joven llamado Elian. Su ambición no era una sed de oro ni de poder, sino una obsesión pura y cristalina como el agua que tanto escaseaba: quería ver florecer su tierra. Desde niño, había escuchado las leyendas sobre los Jardines Colgantes de la Antigua Capital, un lugar donde, gracias a un ingenio olvidado, el agua danzaba colina arriba y convertía la roca en un vergel.

La ambición de Elian era un motor que lo impulsaba cada día. Mientras otros jóvenes del valle habían perdido la esperanza, él pasaba sus horas estudiando los mapas descoloridos que heredó de su abuelo, reconstruyendo en su mente los posibles acueductos y canales que describían las leyendas. Su sueño era noble: devolver la vida al valle, ver las sonrisas en los rostros de su gente y sentir la tierra húmeda y fértil bajo sus pies. Para él, el éxito no era una corona, sino un campo verde.

Una mañana, tras meses de exploración por las montañas áridas que rodeaban el valle, encontró algo que ningún mapa señalaba. Oculta tras una cascada seca, había una cueva cuya entrada estaba sellada por una pesada puerta de piedra, cubierta de grabados que coincidían con los de sus mapas. Con el corazón latiéndole con fuerza, y tras un esfuerzo titánico, logró deslizar la puerta lo suficiente para poder entrar.

Dentro no encontró los planos de un antiguo acueducto, sino algo mucho más extraño: una semilla de cristal que pulsaba con una luz tenue y fría. Al tocarla, una voz resonó en su mente, una voz que no era más que el eco de sus propios deseos. «Dame tierra y te daré agua», susurró la voz. «Dame esfuerzo y te daré abundancia. Cuanto más me alimentes, más te daré».

Elian, lleno de un júbilo casi ciego, tomó la semilla y regresó a su pequeña parcela de tierra yerma. Siguiendo el instinto que le provocaba la semilla, la plantó en el centro de su campo. Apenas lo hizo, la tierra a su alrededor se humedeció y un pequeño brote, de un verde imposible, surgió de la nada.

La primera etapa de su ambición se había cumplido. El agua, por fin, había vuelto. Pero la semilla, y la voz en su interior, tenían más promesas. Y también, más hambre.

Con el tiempo y orgulloso de lo que había empezado le hace ser respetado y admirado. Su popularidad aumenta y que Elian usa el poder de la semilla para el bien común. Comparte el agua con sus vecinos, los campos del valle empiezan a reverdecer y él es aclamado como un héroe. Su ambición inicial, ver florecer su tierra, se está haciendo realidad y beneficia a todos. Se siente realizado y orgulloso.

En su ánimo de crecer observa en el diálogo con la semilla de cristal que, para seguir produciendo, ésta empieza a exigir más. Quizás no solo "tierra y esfuerzo", sino sacrificios más grandes. La semilla empieza a a pedirle que desvíe toda el agua a su campo para que el brote central crezca más fuerte, prometiéndole que, a la larga, producirá aún más para todos. Aquí Elian se enfrenta a su primer dilema: ¿un pequeño sacrificio de los demás para un bien mayor en el futuro?

Elian comienza a sentir un egoísmo desproporcionado, deja de tenerlo bajo control, y empieza a llevarse por sus seductoras ideas y empieza a pensar que, como él fue quien encontró la semilla y quien trabaja para mantenerla, merece una porción mayor de la recompensa. "Nadie más se esforzó como yo", le sigue así su ego con sus pensamientos y tras rendirse a la desmesura del ego se justifica: "Si no fuera por mí, seguirían muriendo de hambre".

Así, su ambición pasa a ser personal y deja de ser comunal. Se manifiesta en su mente ideas avaras.

La semilla, en su diálogo con Elian, empieza a ofrecerle cosas que nunca había deseado: no solo campos verdes, sino poder. Le dice: “La planta que crece podría dar frutos de oro”, y con los beneficios podría dominar a los demás.

La consecuencia es que la gente del valle, que antes lo admiraba, ahora empezar a temerle y a sentir envidia. Los campos de sus vecinos, a los que ahora les niega el agua, vuelven a secarse, creando un contraste visual muy potente con la exuberancia de su propia tierra.

Elian, consumido por la avaricia empieza, con el tiempo, a estar dispuesto a destruirlo todo antes que a ceder un ápice de lo que ahora considera "suyo".

Al final, la gente empobrecida, reacciona contra la avidez desproporcionada de Elian, tomando medidas para contrarrestar su nefasta evolución a un pésimo comportamiento comunal.

Tras las justas acciones realizadas por la gente vecinal, pierde las semillas y la situación invita a que pierda todo: la tierra, el respeto de su gente y, lo más importante, el noble propósito con el que empezó. El eco de la montaña, que al principio era una promesa de esperanza, se convierte en el eco vacío de su propia codicia

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 Un cuento sobre la soberbia y la humildad

Este cuento sobre la soberbia nos habla acerca del verdadero camino hacia la felicidad. Tener más, a veces solo sirve para atraer más problemas o simplemente para crear la ilusión de estar por encima de los demás, cuando no es así.

Este cuento sobre la soberbia nos habla de dos ratones que eran grandes amigos, pese a que tenían un carácter muy diferente. Uno de ellos era sereno, muy afable y divertido. El otro, en cambio, se mostraba bastante ambicioso y le gustaba lucirse ante los demás. A pesar de ello, los dos se querían y disfrutaban del tiempo que compartían.

Una mañana como cualquier otra, el ratón más presumido llegó a la casa de su amigo. Llevaba una pequeña bolsa con sus pertenencias y tenía una expresión diferente. Venía a despedirse. Estaba harto de ese lugar, en donde nadie progresaba. Él quería ir a la ciudad a buscar fortuna . No estaba hecho para una vida “tan miserable”.

 Nos dice el cuento sobre la soberbia que el ratón humilde sintió gran tristeza al ver a su amigo que partía. Sin embargo, lo despidió deseándole muchos éxitos en la ciudad. También le dijo que no se olvidara de él y que esperaba tenerlo pronto de visita.

Pasaron algunos meses y cada uno de los ratones siguió con su vida. Cuando menos lo esperaba, el ratón de la ciudad volvió. Lo primero que hizo fue ir a la casa de su amigo , pero no parecía tener una actitud amistosa, aunque lo disimulaba. Los dos se abrazaron, pero muy pronto el ratón soberbio comenzó a invadir toda la comunicación con sus quejas.

 Decía que la casa del ratón humilde era demasiado estrecha. También apuntaba el escaso abanico de oportunidades que ofrecía el lugar. Según dijo, en la ciudad donde vivía ahora semejante pobreza no se veía. Todo lo contrario. Abundaban las comodidades y la comida no escaseaba. El ratón humilde lo miraba con la boca abierta. Le parecía extraordinario el paisaje que su amigo dibujaba.

 Según este cuento sobre la soberbia, el ratón de ciudad iba ataviado con una bella capa. También se había puesto un monóculo en el ojo, pues sentía que eso refinaba a su apariencia. El ratón humilde se sentía un poco avergonzado de no tener algo mejor para ofrecerle a su amigo. Sin embargo, sentía que algo no andaba bien: ¿por qué, si ahora era tan feliz , se mostraba inconforme con todo?

 El cuento de la soberbia tomó un giro inesperado cuando el ratón humilde le pidió a su amigo que le permitiera visitarlo durante algunos días. Tenía mucha curiosidad por conocer esas grandes maravillas que el otro había depositado en su imaginación. Con un aire ciertamente despectivo, el ratón de ciudad aceptó. Le acogería unos días a la ciudad, para que viera lo que era bueno.

 Los dos partieron muy temprano. Cuando llegaron a la casa en la que vivía el ratón de ciudad, su amigo no podía creerlo. Efectivamente era una mansión gigantesca, todo era elegante. Tenía maravillosas alfombras y unos muebles fantásticos. El ratón de ciudad le dijo que aún no había visto lo mejor: la cocina.

 Al otro se le hizo agua la boca. Los dos llegaron a la cocina y de inmediato el ratón humilde sintió el oloroso aroma de un trozo de jamón. Sin pensarlo, se dirigió al sitio del cual emanaba el aroma, pero el otro le previno. “¡Alto!”, le dijo. “Cualquier ratón de ciudad sabe que un trozo de jamón en el piso solo significa una cosa: veneno. No vayas a comerlo”, agregó.

 Dice el cuento sobre la soberbia que el ratón humilde le agradeció a su amigo por haberle salvado la vida. Poco después, vio que cerca de la nevera había un fabuloso pedazo de queso. Se aproximó para probarlo, pero nuevamente su amigo de ciudad le previno. Ese trozo de queso era el señuelo de una trampa. No debía ir por él.

 Antojado y hambriento, el ratón humilde optó por quedarse quieto. El otro iba a decirle algo, pero en ese momento saltó un gato desde la ventana y los dos ratones no tuvieron más opción que echar a correr. La persecución duró un buen rato, hasta que encontraron un pequeño hueco en el que pudieron ocultarse. Ahí se quedaron toda la noche, casi sin respirar.

 Al día siguiente salieron del escondite y el ratón de ciudad le dijo a su amigo que fueran nuevamente a la cocina. El ratón humilde se negó. Ahora entendía por qué su amigo no era feliz a pesar de vivir entre tanta abundancia. Comprendió que todo tiene un precio y el precio de tanto lujo era la intranquilidad y el peligro.

 Así que decidió volver a su casa. Dice el cuento sobre la soberbia que el ratón humilde ratificó algo que ya sabía: la verdadera felicidad se manifiesta en una vida sencilla. Un final para reflexionar.

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El Recuerdo de Amara

En el alba de los tiempos, cuando el sol y la luna se miraban en el mismo y vasto océano, no existían los continentes, sino uno solo: un corazón de tierra única al que llamaban Amara.

En Amara vivían los Primeros Hijos. Sus pieles eran un mosaico de la propia tierra: las había del color del ébano pulido, del marfil más suave, de la arcilla rojiza y del dorado del trigo. Unos eran altos como los árboles primigenios, otros, menudos y ágiles. Los ancianos compartían su sabiduría con sonrisas surcadas de arrugas, y los niños corrían con la energía del viento. No conocían la escasez. La tierra, generosa y amada, les ofrecía frutos de mil sabores, granos que nutrían el cuerpo y el espíritu, y aguas que cantaban con pureza. Las viviendas, construidas con materiales vivos como madera y barro, se integraban en el paisaje como nidos o madrigueras, siempre respetando el espacio de cada ser.

El trabajo no era una carga, sino una danza. Cuidar de los campos, tejer las ropas, moldear la cerámica... cada quehacer era una forma de meditación, un acto de gratitud hacia Amara.

Todos compartían una misma alma, una filosofía de vida llamada "El Gran Equilibrio". Comprendían que cada acción, cada pensamiento, tenía un eco en la naturaleza. Su lengua, el "Canto Único", no se componía solo de palabras, sino también de tonos y silencios que imitaban el susurro de las hojas, el murmullo del río y el retumbar del trueno lejano. Sus normas eran sencillas: toma solo lo que necesites, devuelve siempre más de lo que tomas, y honra el ciclo de la vida hasta que la muerte, como una madre cansada, te llame al descanso final.

Pero la armonía, como la calma del mar, no estaba destinada a ser eterna.

Un día, en las costas brumosas del oeste, aparecieron unas naves silenciosas, negras como la obsidiana. De ellas descendieron unos seres envueltos en túnicas, que se hacían llamar los Susurrantes. No llegaron con armas ni con gritos de guerra, sino con sonrisas melosas y promesas vertidas al oído.

Venían de tierras ahogadas, decían, lugares donde uno debía luchar para ser más que el otro. Y con engaños, comenzaron a sembrar la duda.

«¿Por qué compartir el fruto más dulce?», susurraban a un agricultor. «Tú lo has cuidado. Debería ser solo tuyo. Mereces más». «¿Por qué tu casa es igual a la del vecino?», decían a un artesano. «Tus manos son más hábiles. Mereces una morada que refleje tu grandeza». «El Gran Equilibrio os hace a todos iguales», siseaban en las asambleas nocturnas. «Pero no sois iguales. Algunos estáis destinados a guiar, a poseer, a ser recordados por encima de los demás».

La semilla de la avaricia germinó en algunos corazones, y la soberbia la hizo crecer. Así, algunos grupos cedieron tanto su voluntad que negaron su comunicación con los ángeles que les indicaban cada instante en cada día. Así, unos pocos empezaron a acumular más comida de la que podían consumir, dejando que se pudriera antes que compartirla. Otros construyeron viviendas enormes que proyectaban sombras sobre las de sus hermanos. La palabra "mío" comenzó a escucharse más fuerte que la palabra "nuestro". Dejaron de escuchar el Canto Único (de los ángeles guía que cada uno poseía) para prestar atención a los susurros que prometían poder y singularidad.

Amara, la tierra viva, sintió la traición. El Gran Equilibrio se había roto. La codicia de sus hijos era una herida en su propio ser. La soberbia, una fiebre que la consumía.

Y la tierra, sufriendo, lloró.

No fue un terremoto de ira, sino un sollozo profundo que resquebrajó su piel. Las llanuras se arrugaron de pena, formando cordilleras inmensas. De sus fisuras no brotó lava de furia, sino ríos de lágrimas ardientes que separaron lo que una vez estuvo unido. Con un estruendo final, un desgarro irreparable, el continente único se partió en pedazos.

Grandes masas de tierra derivaron a la deriva, separadas por océanos nuevos y furiosos. Los Hijos de Amara quedaron aislados en estas nuevas islas-continente. Los Susurrantes, cumplido su objetivo de sembrar el caos, desaparecieron tan misteriosamente como llegaron.

Pasaron los siglos, y luego los milenios.

En cada tierra fragmentada, el Canto Único se rompió. Las palabras se deformaron, los tonos cambiaron, y de aquella lengua madre nacieron cientos de dialectos que pronto se convirtieron en idiomas incomprensibles entre sí.

El recuerdo del Gran Equilibrio se desvaneció, transformándose en mitos y leyendas. De aquella moral compartida surgieron religiones distintas, con dioses celosos, rituales complejos y mandamientos que a menudo enfrentaban a unos contra otros. Las culturas florecieron, únicas y ricas, pero construidas sobre el olvido. Se miraban los unos a los otros a través de los vastos océanos y se veían extraños, rivales, bárbaros. Pieles de diferentes colores, que antes eran motivo de belleza en la unidad, se convirtieron en excusas para el miedo y la desconfianza.

Y así, los Hijos de Amara olvidaron que una vez fueron hermanos en un mismo hogar. Olvidaron el lenguaje del corazón de la tierra y la sabiduría de vivir en armonía.

Pero a veces, en el silencio de la noche, en la belleza de una montaña solitaria o en la mirada de un niño, un eco casi imperceptible del Canto Único resurge. Un anhelo profundo de unidad, una nostalgia de un hogar perdido que no saben nombrar, un fugaz recuerdo de Amara. El último vestigio de la verdad de que, a pesar de las tierras y las lenguas que los separan, todos provienen del mismo y único corazón, creado por la insistencia fundada en amor de unidad que los ángeles guía fuerzan a refundar la expresión natural que entre las gentes de Amara existía.

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 El Río de Lien

En las laderas de la Montaña del Perpetuo Amanecer, vivía un joven jardinero llamado Lien. No era un jardinero común. Su vitalidad era tan desbordante que se decía que las flores se abrían más rápido a su paso. Su espalda era fuerte como el roble, su cabello, negro y brillante como la obsidiana, y su risa resonaba con la claridad de un arroyo de montaña.

El secreto de Lien, y el de su jardín, era un río que nacía de una cueva oculta en su propiedad. No era un río corriente; sus aguas eran densas, casi plateadas, y poseían una calidez que nutría la tierra de una forma milagrosa. Este río era la manifestación externa del propio Jing de Lien, su Esencia vital. Mientras el río fluyera con fuerza, la vida de Lien y de su jardín prosperaría.

Lien era consciente de su magnetismo. Su desbordante vitalidad atraía a muchas personas, y él se deleitaba en la atención y el placer. Pronto descubrió que podía usar las aguas de su río no solo para nutrir, sino para deslumbrar. Comenzó a desviar el cauce para crear efímeras y espectaculares fuentes que lanzaban chorros de agua brillante hacia el cielo durante sus fiestas nocturnas. Cada despliegue de placer momentáneo era un torrente de su Esencia vital derrochada por pura vanidad.

Mei, la anciana herborista del pueblo, lo observó con preocupación. Un día, se acercó a él mientras Lien reía, viendo cómo el agua de su río se evaporaba en el aire tras un instante de belleza.

«Lien», le dijo con voz suave pero firme. «El Palacio de tus Riñones es profundo, y tu río de Jing fluye con abundancia. Pero ninguna fuente es infinita. Usas tu Esencia para el espectáculo de una noche, olvidando que es el aceite que debe alimentar la lámpara de toda tu vida».

Lien, en la arrogancia de su juventud y poder, se rio. «El río siempre se ha rellenado, anciana. El placer de hoy es más real que la vejez de mañana».

Y continuó con sus excesos. Cada noche de pasión desenfrenada, cada acto centrado únicamente en la gratificación fugaz, era como abrir una compuerta en su río, dejando que su preciosa Esencia se vertiera sin propósito.

Al principio, los cambios fueron sutiles. Las hojas de sus melocotoneros ya no tenían el mismo verde intenso. Las rosas, aunque hermosas, parecían cansadas. Era su Qi, su energía diaria, que comenzaba a debilitarse al no tener una reserva de Jing fuerte que lo respaldara.

Luego, Lien comenzó a sentirlo en su propio cuerpo. Un dolor sordo se instaló en su espalda baja, justo en la zona de los Riñones. Sus rodillas, antes infatigables, protestaban al subir las laderas. Notó, con horror, los primeros hilos de plata en su cabello oscuro y sintió que su memoria, antes nítida, se volvía neblinosa. Su Shen, su espíritu, estaba perdiendo su luz.

Una mañana, se despertó no con el vigor de siempre, sino con una fatiga que se adhería a sus huesos. Alarmado, corrió hacia su río. El espectáculo lo dejó sin aliento. El cauce, antes caudaloso y vibrante, era ahora un hilo de agua turbia que se arrastraba perezosamente sobre las piedras. Su magnífico jardín estaba marchito, los colores apagados, y el aire olía a decadencia.

Lien, con el rostro surcado por una vejez que no correspondía a sus años, cayó de rodillas. Vio su reflejo en el escaso charco que quedaba: un hombre agotado, con la mirada vacía, la sombra de lo que fue. Había confundido el derroche con la abundancia, el placer efímero con la alegría duradera. Había vaciado su río para crear fuentes de una noche, y ahora se enfrentaba a una vida entera de sed.

Con un esfuerzo que le costó todo su ser, comenzó a cavar pequeños canales con sus manos, tratando de guiar el escaso goteo de su Esencia hacia una sola y pequeña planta, la única que aún mostraba un brote de vida. Comprendió la terrible lección de Mei: el Jing es el tesoro más grande. Y una vez que se ha malgastado, no hay espectáculo, ni placer, ni recuerdo que pueda volver a llenar el río de la vida.

Así pensó, ¿quieres llegar a viejo feliz, jovial y saludable? debo remediar mi caos sexual, cuidar mis relaciones (con sinceridad y honradez) y minimizar mis expulsiones y revitalizar mi Jing con lo que pueda ahora que aún puedo (nutrición, ejercicios espirituales, relaciones sanas,...) y esperar minimizar las consecuencias de aquellos, mis errores. 

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El ejercicio de quien miente y sus consecuencias 

En el corazón de Valleclaro, un lugar donde las casas se acurrucaban como si buscaran calor y la sinceridad era tan valorada como la cosecha de otoño, vivía un hombre llamado Elian. Elian era el tejedor del pueblo, y sus manos eran capaces de crear tapices de una belleza casi dolorosa. Sin embargo, tras su innegable talento se escondía una profunda inseguridad, un miedo a no ser suficiente.

Todo comenzó con una mentira pequeña, un hilo insignificante en el gran telar de su vida. Un día, mientras reparaba el manto de la alcaldesa, cometió un error. Para ocultarlo, en lugar de admitirlo con franqueza, le dijo que había empleado una hebra de seda de araña lunar, un material legendario que, según él, hacía el tejido más resistente. La alcaldesa, maravillada, alabó su ingenio por todo el pueblo.

Elian sintió un calor que nunca le había dado la simple satisfacción de un trabajo bien hecho: el calor del engaño. Y le gustó.

Pronto, sus mentiras se volvieron su herramienta principal. A un granjero preocupado por sus tierras, le vendió un pequeño estandarte tejido con "hilos de sol poniente", asegurándole que protegería sus campos de cualquier plaga. Al posadero, le tejió un mantel con supuestos "hilos de la risa" para atraer clientes felices. Las mentiras se hicieron más grandes y elaboradas. La gente de Valleclaro, acostumbrada a la verdad, no tenía motivos para dudar. Pagaban sumas generosas por sus creaciones, no por su belleza, sino por las propiedades mágicas que Elian les atribuía.

Las consecuencias en el entorno comenzaron a manifestarse de forma sutil, como una polilla devorando un tejido desde dentro. El granjero, confiado en su amuleto, descuidó las precauciones habituales y una plaga arruinó la mitad de su cosecha. Culpó a su vecino, creyendo que la envidia había anulado la magia. El posadero, viendo que su negocio no mejoraba, se volvió un hombre amargado, pues pensaba que la gente de Valleclaro era inmune a la alegría que él había comprado.

La confianza, la urdimbre que mantenía unida a la comunidad, empezó a deshilacharse. Surgieron recelos y envidias. La gente ya no se ayudaba con la misma franqueza, pues ahora confiaban más en los objetos mágicos de Elian que en el esfuerzo compartido. Valleclaro dejó de ser un lugar de colaboración para convertirse en un conjunto de individuos esperanzados en soluciones falsas.

Mientras tanto, las consecuencias para Elian, el origen de las mentiras, eran una tormenta silenciosa. Por fuera, era el hombre más respetado y próspero del pueblo. Por dentro, era un prisionero. Vivía en un estado de alerta constante, aterrorizado por ser descubierto. Cada mentira era un nuevo hilo en la jaula que él mismo se estaba tejiendo. No podía disfrutar de la admiración, porque sabía que no era para él, sino para un fantasma que había creado.

Su soledad era absoluta. Estaba rodeado de gente que lo adoraba, pero no podía conectar sinceramente con nadie, pues cada conversación era una oportunidad para que su castillo de naipes se derrumbara. Había olvidado cómo hablar con franqueza, cómo mirar a los ojos sin calcular la siguiente falsedad. El peso de recordar cada engaño, a quién le había prometido qué, lo agotaba y le robaba el sueño.

La mentira definitiva llegó con la amenaza de una larga sequía. El río empezó a adelgazar y el pánico cundió. Presionado por su propia fama, Elian cometió su mayor osadía. Anunció que tejería un Gran Tapiz para el pueblo, uno que contendría "hilos de nube y hebras del mismísimo aliento del río", y que al colgarlo en la plaza, llamaría a la lluvia.

El pueblo entero se volcó. Le dieron sus ahorros, sus joyas y los mejores linos y lanas. Durante semanas, Elian se encerró, tejiendo un tapiz magnífico, pero con materiales ordinarios. El día que lo presentó, el cielo estaba despejado y metálico. El tapiz ondeó, hermoso y mudo. Pero la lluvia no llegó. Ni ese día, ni el siguiente, ni la semana después.

La decepción se convirtió en sospecha. Un niño, cuya madre le había dado a Elian su único broche de plata para "hacer el hilo más fuerte", preguntó en voz alta: «Yo no veo mi broche brillar en el tapiz». Fue la chispa que incendió la pradera. La gente comenzó a examinar el tejido, a comparar sus historias, a desenmarañar la verdad.

El derrumbe fue total. La ira del pueblo no fue solo por la sequía, que ahora era crítica por el tiempo perdido, sino por la traición. Se sintieron estúpidos, engañados. La confianza que una vez definió Valleclaro se hizo añicos.

A Elian no lo expulsaron con violencia. Simplemente, lo ignoraron. Se convirtió en un fantasma, el recordatorio viviente de su propia estafa. Perdió su taller, su riqueza y, lo más importante, su lugar en el mundo. Se quedó solo, rodeado por el silencio y el desprecio, con la única compañía del eco de sus propias mentiras.

Descubrió, en su amarga soledad, que la franqueza, aunque a veces humilde y sin adornos, es el único hilo que puede tejer un hogar. La mentira, por muy bella y atractiva que parezca, no construye palacios, sino jaulas de las que, al final, uno nunca puede escapar.

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El Camino de Liang: El Joven que Tocó la Puerta del Templo

Liang tenía solo 13 años cuando llegó al santuario Shaolin, con los pies descalzos y el corazón encendido por una sola idea: convertirse en monje guerrero. Los ancianos del templo lo miraron con compasión, pero también con firmeza. “Eres demasiado joven. No estás listo para el sufrimiento ni para la disciplina que exige este camino.”

Rechazado, pero no derrotado, Liang se instaló en el bosque cercano. Cada día, observaba los entrenamientos desde lejos. Por la noche, imitaba los movimientos con ramas y piedras. Aprendió a meditar bajo la lluvia, a correr entre los árboles, a escuchar el silencio como si fuera un maestro.

Pasaron meses. Un día, uno de los monjes lo vio practicando la forma del tigre con una precisión sorprendente. Intrigado, lo invitó a una prueba. Liang superó obstáculos físicos, mostró humildad ante la derrota, y una determinación que no se quebraba ni ante el dolor.

Finalmente, el abad del templo lo llamó. “Tu cuerpo aún es joven, pero tu espíritu ya ha recorrido un largo camino. Entra.”

  

🏯 El Camino de Liang – Capítulo I: El Umbral del Silencio

El portón de madera del templo Shaolín se cerró tras él con un sonido grave, como si la montaña misma respirara. Liang, con apenas catorce años, sintió que el mundo que conocía quedaba atrás. No había familia que lo esperara, ni hogar al que regresar. Solo tenía consigo una promesa que se había hecho a sí mismo: “Seré digno.”

 

🌿 Los Primeros Días

Los monjes no lo recibieron con celebraciones. Le asignaron tareas humildes: barrer los patios, cargar agua desde el manantial, preparar arroz para los entrenamientos. No se le permitía participar en las prácticas marciales. Observaba desde lejos, memorizando cada movimiento, cada respiración.

 Por las noches, cuando todos dormían, Liang practicaba en secreto. Usaba sombras como maestros, y el viento como compañero. Su cuerpo flaqueaba, pero su voluntad se volvía acero.

 

🧘 El Maestro Silencioso

 Un día, mientras recogía hojas en el jardín del bambú, un anciano monje lo observó. No dijo palabra. Solo dejó caer una piedra frente a él. Liang la miró, sin entender. El monje se marchó.

 Al día siguiente, otra piedra. Y al siguiente, otra más.

 Liang comprendió: debía construir algo. Sin instrucciones, sin guía. Así levantó un pequeño altar, sencillo pero armonioso. Cuando lo terminó, el monje volvió y dijo por primera vez: —“Ahora estás listo para aprender.”

 Ese fue su verdadero inicio.

 

🥋 El Despertar del Guerrero

 Liang comenzó su entrenamiento formal. Aprendió la forma del tigre, la del grulla, y la del dragón. Pero más allá de los golpes y posturas, aprendió a escuchar su cuerpo, a calmar su mente, a respetar el equilibrio entre fuerza y compasión.

 Falló muchas veces. Se rompió el tobillo en una caída. Fue humillado por discípulos mayores. Pero nunca se rindió. Cada herida era una lección. Cada lágrima, una ofrenda al camino.

 

🔥 La Prueba del Fuego

 A los diecisiete años, fue convocado para la Prueba del Fuego, un rito reservado para los discípulos más avanzados. Debía atravesar el Pasillo de los Cien Golpes, donde monjes lo atacarían sin tregua, y él debía resistir sin devolver un solo golpe.

 Liang entró con el corazón sereno. Cada impacto lo doblaba, pero no lo quebraba. Recordó las piedras, el altar, las noches de práctica solitaria. Al final, cayó de rodillas… pero con una sonrisa.

 El abad lo levantó y dijo: —“No eres el más fuerte. Pero eres el más sabio. El templo te reconoce.”

 Liang se convirtió en maestro a los veinticinco años. Enseñaba no solo técnicas, sino filosofía, humildad y propósito. Su historia se convirtió en leyenda entre los muros del templo, y su altar de piedras aún permanece, como símbolo de que el verdadero camino no se abre con fuerza, sino con paciencia, humildad, talento y orgullo.

 

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La luz de la esperanza en un comienzo que el amor arroja a una situación límite

En una aldea escondida entre colinas y robles centenarios, vivían Tomás y Clara, una pareja que parecía haber sido tejida por el mismo hilo de ternura. La guerra había arrasado pueblos cercanos, pero a ellos no los tocó: Tomás, con su pierna maltrecha desde niño, no fue llamado a filas. Clara, con manos de alfarera y alma de poeta, cuidaba de él y del huerto que alimentaba a ambos.

 Cada noche, se sentaban bajo el alpendre de su casa, escuchando el canto de los grillos y el susurro del viento entre los árboles. Pero una noche, el silencio fue roto por un llanto que venía de la casa vecina. Era Teresa, una mujer joven, de mirada profunda y voz dulce, que acababa de recibir la carta que confirmaba la muerte de su marido en el frente.

 Clara, conmovida, se acercó a ella. La encontró abrazada a la carta, temblando como una hoja. No dijo nada al principio. Solo se sentó a su lado, y le ofreció su mano. Teresa la tomó como quien se aferra a la última rama antes de caer.

 Esa noche, Clara volvió a casa con el corazón encogido. Miró a Tomás y le dijo:

 —Amor mío, esta noche quiero que hagamos algo por ella. No por compasión, sino por amor. Por el amor que nos sostiene, que nos ha salvado. Quiero que le demos un momento de dulzura, de calor humano. Que sienta que aún hay vida, que aún hay belleza. No es solo consuelo, es un acto de amor compartido. Ámala, como si fueras yo. Hazlo por nuestro amor, que no es posesión, sino generosidad.

 Tomás la miró largo rato. No había deseo en su mirada, sino comprensión. Clara lo abrazó, y él fue a la casa de Teresa. No hubo palabras, solo gestos lentos, miradas sinceras, y un temblor compartido. Lo que ocurrió allí no fue pasión, sino un ritual de ternura, un acto de humanidad.

 Al amanecer, Teresa salió al porche con una taza de café. Su rostro seguía triste, pero había en sus ojos una chispa nueva. Clara la saludó con una sonrisa suave, y Teresa le devolvió una mirada agradecida, sin culpa, sin vergüenza.

Desde entonces, los tres compartieron más que vecindad. Compartieron silencios, cosechas, y la certeza de que el amor, cuando es sincero, puede tomar muchas formas. Y que en medio de la guerra, la ternura puede ser el acto más revolucionario.

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 🥋 El poder del silencio

En un pequeño dojo rodeado de colinas y bambú, vivía un anciano maestro de artes marciales llamado Haru. No era conocido por su fuerza, sino por su serenidad. Decían que podía escuchar el viento antes de que soplara. 

Un día, un joven discípulo llamado Ren llegó al dojo, buscando aprender a defenderse del mundo. “Maestro,” dijo, “quiero ser fuerte. Quiero que nada me perturbe.” 

Haru lo miró con una sonrisa suave y lo llevó al jardín. “Golpea ese bambú,” ordenó.

Ren lo golpeó con fuerza, pero el bambú se dobló y volvió a su lugar. “¿Lo ves?” dijo Haru. “El bambú no se resiste. No lucha contra el viento. Se adapta, pero nunca se rompe.”

Durante semanas, Ren entrenó con intensidad. Pero su mente estaba llena de ruido: preocupaciones, comparaciones, deseos. Cada vez que erraba un movimiento, se frustraba.

Una mañana, mientras practicaban katas, Haru lo detuvo. “Tu cuerpo está aquí, pero tu mente está en otro lugar. La atención es el primer arte. Si no puedes estar presente, no puedes ser libre.”

Ren se sentó bajo el bambú y comenzó a observar su respiración. Día tras día, aprendió a escuchar el silencio entre sus pensamientos. A notar cómo la mente quería correr, pero él podía elegir quedarse.

Un año después, Ren ya no buscaba fuerza. Buscaba claridad. Su mente se volvió como el bambú: flexible, consciente, positiva. No porque ignorara el dolor, sino porque sabía que todo pasaba, como el viento.

 Haru le dijo entonces: “La verdadera defensa no está en el puño, sino en la mente que no se deja arrastrar. La atención consciente es el arte más alto. Y tú ya lo practicas.”

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🥋 El miedo y sus consecuencias

Un maestro de artes marciales, antes de empezar la clase del día, hace sentar en el tatami del doyang a todos sus alumnos y le habla del miedo.

El miedo, jóvenes discípulos, es como el primer enemigo invisible que enfrentamos antes de entrar en combate. Pero no nace con nosotros. Cuando llegamos al mundo, somos como un cuerpo sin armadura, sin prejuicios, sin sombras. Un niño ve a un extraño y le dice ‘hola’ sin pensar. Ese es el espíritu puro del guerrero: abierto, sin temor, sin juicio.

Pero luego vienen los instructores del mundo: padres, maestros, sociedad. Nos enseñan a temer al error, a la caída, al suspenso, al qué dirán. Nos enseñan que fallar es perder. Y así, el miedo se instala como un virus en nuestro sistema.

Cada experiencia dolorosa, cada palabra que nos hiere, cada mirada que nos juzga… va construyendo una coraza. Pero no es una coraza que protege: es una que limita. Nos volvemos supersticiosos, inseguros, y empezamos a culpar a otros por nuestras heridas. Perdemos el equilibrio interno ya que nos alejamos de nuestro centro. Y cuando el espíritu se desequilibra, el cuerpo lo sigue. La ansiedad, la tristeza, la enfermedad… son síntomas de un alma que ha olvidado su centro.

Por eso, en las artes marciales no solo entrenamos el cuerpo. Entrenamos la mente. Respiramos. Observamos. Aprendemos a mirar al miedo a los ojos y decirle: ‘Te veo, pero no te sigo’. Porque el verdadero guerrero no es el que nunca siente miedo, sino el que no se deja gobernar por él.

Recuerda esto: el niño que fuisteis aún vive dentro de cada uno de vosotros. El que saludaba sin miedo. El que se lanzaba sin pensar. Si puedes volver a él, aunque sea por un instante, habrás dado el primer paso hacia la libertad.

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 🌾 El hilo invisible

 En un pequeño pueblo rodeado de montañas, vivía Chang Lee con su hijo Ha Niam. Su esposo, Kazuo, había partido años atrás en busca de trabajo en tierras lejanas. Desde entonces, Chang Lee cosía silenciosamente cada día, hilando telas para las vecinas, mientras esperaba las cartas y el modesto dinero que Kazuo enviaba desde el extranjero.

 Su casa era humilde, pero limpia. El tatami siempre barrido, el altar con flores frescas, y el cuenco de arroz compartido sin quejas. Chang Lee no hablaba mucho, pero cada puntada que daba en sus costuras era una oración silenciosa por el futuro de Ha Niam.

Ha Niam, aún niño, observaba a su madre con ojos grandes y atentos. Aprendió a leer bajo la luz tenue de una lámpara de aceite, a estudiar con libros prestados, y a escuchar el viento como si le susurrara secretos. Nunca pidió más de lo que tenía. Su madre le enseñó que el verdadero valor no está en lo que se posee, sino en lo que se cultiva dentro.

 Un día, el maestro zen del templo local lo vio ayudar a un anciano caído en el camino. Le preguntó:

 —¿Por qué lo hiciste?

 Haru respondió:

—Mi madre dice que el dolor ajeno es también nuestro.

 El maestro sonrió y le ofreció enseñarle medicina tradicional. Así comenzó su camino.

Pasaron los años. Haru estudió con tenacidad, cruzó ciudades, aprendió de doctores y monjes, y finalmente, tras cursas medicina en una Universidad de  se convirtió en médico de urgencias. Salvaba vidas con manos firmes y corazón sereno. Nunca olvidó el aroma del arroz compartido ni el sonido de la aguja de su madre.

 Cuando volvió al pueblo, ya adulto, encontró a Chang Lee sentada junto al viejo cerezo, cosiendo como siempre. Se arrodilló ante ella y dijo:

 —Madre, todo lo que soy está tejido en tus hilos.

 Ella sonrió, sin dejar de coser, y respondió:

—Entonces, hijo mío, que nunca se rompa el hilo invisible que nos une y ve al jardín donde te encontrarás con tu padre Kazuo.

 Y así, en aquel pueblo donde el viento aún susurra, se cuenta la historia de una madre que con humildad, trabajo y esperanza, bordó el destino de su hijo con hilos invisibles del amor que entre ambos se tenían (que nunca desfalleció sino que se alimentó por la tenacidad y constancia mostrada en cada carta que se cruzaban) y que les unía a su hijo Ha Niam.

 

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 🥋 El Maestro y la Maratón Invisible

En un doyang rodeado de bambúes, el Maestro Dai - Choe observaba a sus alumnos entrenar con intensidad. Algunos golpeaban con fuerza, otros corrían como si el viento los persiguiera. El sudor caía como lluvia sobre el tatami.

 Al terminar la práctica, el Maestro se sentó en silencio. Los alumnos se reunieron a su alrededor, esperando una enseñanza.

 

—Hoy —dijo Dai-Choe — he visto muchos combates, pero pocos encuentros.

 

Los alumnos se miraron sin entender.—La competición —continuó el Maestro— no es una guerra contra los demás. Es una danza con uno mismo. Cuando luchas por ser el mejor, el ego se disfraza de avaricia y te empuja a correr una maratón que no acaba con la primera carrera y mucho menos con la primera victoria. El cuerpo se fatiga por la autoexigencia de querer demostrar ser el mejor, la mente se agota por ansiedad, y el espíritu se pierde dividiendo cuerpo y mente entre las necesidades del ego y las necesidades del espíritu con la mente.

 Uno de los discípulos preguntó:

 

—¿Entonces no debemos competir?

 

El Maestro sonrió.—Sí, pero no para vencer al otro. Compite para conocerte. Corre para sentir tu respiración, el latir de tu corazón, y no para dejar atrás a los demás. Golpea para afinar tu energía, y mejorar tu psicomotricidad y no para aplastar. La verdadera victoria no está en el podio, sino en el equilibrio que mantienes en tus pasos que das en tu vida.

 Se levantó y caminó hacia el jardín. Allí, un árbol torcido crecía junto a uno recto. Ambos daban sombra. Ambos eran necesarios.

 —El entorno también compite —dijo señalando el jardín—, pero lo hace en armonía. Si tu lucha rompe esa armonía, no has ganado nada pues alguien acaba perdiendo algo más que una simple carrera. Si tu esfuerzo cuida tu salud y la de los que te rodean, entonces has comprendido el arte de la competición.

Los alumnos guardaron silencio. Desde aquel día, entrenaron con la mirada hacia adentro, y el doyang se llenó de una paz que resonaba más fuerte con cada grito que daban en sus clases de artes marciales y era un sentimiento conjunto mayor que cualquier grito de victoria individual.

 

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 🌿 El Maestro y los Exámenes

En un pequeño templo de montaña, un maestro reunía cada tarde a sus discípulos para conversar sobre la vida y el aprendizaje.

Uno de los jóvenes, preocupado por los próximos exámenes, preguntó: —Maestro, ¿qué valor tienen las pruebas? ¿Acaso no muestran quién es mejor que quién?

El maestro sonrió y respondió: —El examen mide lo que recuerdas en un instante, pero no mide lo que eres. El verdadero aprendizaje no se refleja en una nota, sino en cómo transformas lo que estudias en tu manera de vivir.

Otro alumno intervino: —Entonces, ¿no importa ser el mejor?

El maestro tomó una hoja caída del árbol y la sostuvo en el aire: —Mira esta hoja. No es más que otra entre miles, y sin embargo, cumple su función: dar sombra, nutrir la tierra, sostener la vida. Así también cada uno de ustedes. Nadie es más que nadie, porque cada uno tiene un papel único. Y siempre habrá alguien que sepa más, que corra más rápido, que resuelva más problemas. Pero eso no debe entristecerte, sino recordarte que el camino nunca termina.

Los discípulos guardaron silencio. El maestro continuó: —El esfuerzo, la dedicación y la forma en que interiorizas lo aprendido son lo que te dará equilibrio. La inteligencia emocional es la raíz que sostiene tu carácter. Con ella podrás enfrentar los retos de la vida adulta con serenidad y eficacia.

Finalmente, el maestro concluyó: —No busques ser mejor que los demás. Busca ser mejor que tú mismo ayer. Esa es la verdadera victoria.

🌸 Moraleja

La vida no se trata de competir para ser más que otros, sino de crecer en equilibrio, esfuerzo y comprensión. Siempre habrá alguien más hábil, pero lo importante es cómo cada uno cultiva su propio carácter y afronta los desafíos con serenidad.

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🥋 Cuento Zen: La Escuela del Río Silencioso

En un valle de la India septentrional, donde el río se deslizaba como un espejo de calma, se levantaba una escuela de artes marciales. No era un lugar de combate, sino de educación: allí los maestros no solo enseñaban a los niños y adolescentes a mover sus cuerpos con disciplina, sino también a educar sus mentes y corazones.

Los maestros decían: “El enemigo no está fuera, sino dentro. El egoísmo, el narcisismo y los apegos son sombras que alimentan la mente reactiva. Esa mente, cuando se deja gobernar por la prisa y la frustración, convierte la vida en ansiedad.”

🌿 La enseñanza del Maestro Ananta

Un día, el maestro Ananta reunió a los jóvenes bajo el árbol de neem y les habló: —La mente reactiva es como un caballo desbocado: corre sin dirección, arrastrado por los deseos. La mente reflexiva, en cambio, es el jinete que sabe cuándo detenerse, cuándo avanzar y cuándo esperar.

Para educar al jinete, dijo, había que entrenar el cuerpo y la mente en unidad:

·        El cuerpo debía ejercitarse en movimientos simétricos, brazos y piernas, derecha e izquierda, como reflejos en un espejo.

·        La mente debía entrenarse con estímulos sensitivos que equilibraran los hemisferios: el izquierdo, racional, y el derecho, creativo.

·        Aprende a no esperar para no desesperar por apegos a la prisa (ausencia de ansiedad) y así vivir en presente que es donde tiene que estar el foco de tu mente.

·        Así, con tiempo y práctica, la mente reflexiva aprendería a aceptar la mente creativa, y ambas caminarían juntas como dos alas de un mismo pájaro.

🌌 El camino de los tres cuerpos

Otro maestro, llamado Bhaskar, enseñaba que el trabajo no terminaba en el cuerpo físico. —El cuerpo causal, el astral y el bhúdico son como puertas —explicaba—. Solo quien respira en calma y medita en el aquí y ahora puede atravesarlas. La unión cuerpo-mente con el alma no se logra con fuerza, sino con equilibrio y desde el amor, el amor a todo lo que rodea sin olvidarse de sí mismo, sino haces de tu voluntad la pena de los demás hacia tí. 

De los contrario si sólo te amas a ti mismo obviando las necesidades de los demás contigo en tu entorno particular corres el riesgo de ser soberbio y ceder a la tiranía (actuando como un dictador).

Los estudiantes practicaban respiración en tándem: inhalaban como si recibieran el mundo, exhalaban como si lo entregaran. En ese ritmo, aprendían que la acción correcta no surge de la prisa, sino del momento presente.

🌸 La lección final

Un joven discípulo preguntó: —Maestro, ¿Cómo sabré cuándo actuar?

El maestro sonrió y respondió: —Cuando tu mente reflexiva escuche a tu mente creativa sin juzgarla, y ambas respiren juntas, entonces sabrás. El momento de actuar es siempre el ahora, pero solo el que ha entrenado su cuerpo y su mente puede reconocerlo.

Y así, en la escuela del río silencioso, los niños crecían no solo como guerreros, sino como seres completos. Aprendían que la verdadera victoria no era vencer a otro, sino vencer las prisas, los apegos y las sombras del ego. Así podían ser conscientes del ¿Qué hacer? ¿Cómo hacer? ¿Para qué hacerlo? y sobre todo ¿Cuándo hacerlo?

No olvidar que toda la lección anterior parte de la máxima: hacer las cosas desde el amor, el amor a todo lo que rodea sin olvidarse de sí mismo, para asegurarse de que la decisión que tomes se ajuste a la correcta para tí y teniendo en cuanta las circunstancias que te rodean ya que somos seres sociales: así  la sinergia energética de la que todos formamos parte vive en equilibrio y con ello todos gozamos de salud y de bienestar particular y social.

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🌿 Cuento Zen: El Primer Ladrillo

En una escuela rodeada de jardines, un grupo de adolescentes se reunió en torno a su maestro. La inquietud brillaba en sus ojos: querían saber cómo prepararse para la vida adulta, cómo encontrar un camino que no se perdiera en ilusiones o imágenes vacías del futuro.

El maestro, con calma, colocó un ladrillo sobre el suelo y dijo:

—El trabajo dignifica porque une el cuerpo y la mente en un mismo acto. No es la imagen de lo que sueñas lo que te construye, sino la voluntad de hacer, el compromiso de sostener y la responsabilidad de enfocar tu energía en el presente.

Los jóvenes se miraron unos a otros, confundidos. El maestro continuó:

—Imaginad una casa. Nadie empieza por el tejado. Primero se ponen los cimientos, luego los ladrillos, después las paredes, y al final el techo. Así también se construye la vida. Cada acción que realizáis hoy es un ladrillo que sostiene vuestro futuro.

Uno de los adolescentes preguntó: —¿Y si me equivoco al colocar un ladrillo?

El maestro sonrió: —Entonces aprendes. El error también es parte del camino. Lo importante es no dejar de poner las manos en la obra. El futuro no se alcanza soñando, sino trabajando en el presente.

Los jóvenes comprendieron que la enseñanza no era solo escuchar, sino practicar. Que la unión cuerpo-mente se lograba al estar aquí y ahora, atentos, sin perder de vista el objetivo final.

El maestro concluyó: —Recordad siempre: el camino de mil pasos comienza dando el primer paso. Ese primer ladrillo que coloquéis hoy será la base de la casa que mañana os dará cobijo.

Y así, en silencio, cada adolescente tomó un ladrillo imaginario y lo colocó en su propio proyecto de vida, entendiendo que la dignidad no está en la apariencia, sino en la acción consciente de construir.

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🐺 Un cuento: ¿Cuál de los lobos eres tú?

Un anciano cherokee estaba sentado junto a su nieto, observando el fuego de la hoguera. Con voz serena, le dijo:

—Hijo mío, dentro de cada persona habitan dos lobos que luchan entre sí. Uno de ellos es malvado: representa la ira, la envidia, la avaricia, el resentimiento, la mentira y el egoísmo. El otro es bueno: simboliza la paz, la bondad, la esperanza, la humildad, la generosidad, la verdad y el amor.

El niño, intrigado, se quedó pensando un momento y luego preguntó:

—Abuelo, ¿y cuál de los dos lobos gana?

El anciano sonrió y respondió:

El que tú alimentes.

🌟 Significado

·        El cuento enseña que nuestras decisiones y pensamientos diarios fortalecen una u otra parte de nuestro interior.

·        Alimentar al lobo bueno significa cultivar la bondad, la justicia y la compasión.

·        Alimentar al lobo malo significa dejarse llevar por la ira, el odio y la codicia.

·        La moraleja es que cada persona tiene el poder de elegir qué lado de sí misma crecerá.

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🐴 El campesino y su caballo

Había una vez un campesino que vivía en un pequeño pueblo. No tenía muchas cosas, pero sí un caballo que le ayudaba en el campo.

Un día, el caballo se escapó y desapareció entre las montañas. Los vecinos corrieron a su casa y le dijeron: —¡Qué mala suerte tienes!

El campesino sonrió y respondió: —¿Mala suerte, buena suerte? Quién sabe…

Pasaron unos días y el caballo volvió, pero no venía solo: traía consigo varios caballos salvajes. Los vecinos se sorprendieron: —¡Qué buena suerte tienes!

El campesino, tranquilo, contestó: —¿Buena suerte, mala suerte? Quién sabe…

El hijo del campesino quiso montar uno de los caballos nuevos, pero el animal era muy fuerte y lo tiró al suelo. El muchacho se rompió una pierna. Los vecinos se lamentaron: —¡Qué desgracia tan grande!

El campesino, sin perder la calma, dijo: —¿Mala suerte, buena suerte? Quién sabe…

Al poco tiempo estalló una guerra. Los soldados llegaron al pueblo y se llevaron a todos los jóvenes para luchar. Pero el hijo del campesino, con la pierna rota, no pudo ir. Los vecinos comentaron: —¡Qué buena suerte tienes!

Y el campesino, como siempre, respondió: —¿Buena suerte, mala suerte? Quién sabe…

🌟 Moraleja

El cuento nos enseña que los acontecimientos no son en sí mismos buenos o malos: todo depende de lo que venga después. La vida está llena de giros inesperados, y lo que parece una desgracia puede convertirse en bendición, y viceversa. La sabiduría está en aceptar cada situación con calma y sin juzgar demasiado rápido. A veces lo que parece una desgracia puede convertirse en una bendición, y lo que parece una suerte puede traer problemas. Lo importante es tener paciencia y confiar en que la vida siempre nos sorprende para bien.

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🌿 El cuento del viajero y el río

Había una vez un viajero que caminaba por un sendero junto a un río. Durante años había cargado en su mochila piedras pesadas: recuerdos de errores, palabras dichas con ira, actos que habían causado dolor. Cada piedra representaba un apego, una emoción bloqueada que no había sabido soltar.

Un día, exhausto, se encontró con un anciano que meditaba bajo un árbol. El viajero le preguntó:

—Maestro, ¿por qué hiciste eso la semana pasada, cuando rechazaste a un hombre que te pidió ayuda?

El anciano sonrió y respondió: —No soy aquel. Yo soy yo aquí y ahora.

El viajero se sorprendió. ¿Cómo podía alguien negar su propio pasado? El anciano continuó:

—El pasado es como el agua que ya ha corrido río abajo. No puedo volver a ser aquel que actuó entonces. Pero sí puedo, en este instante, ser responsable de corregir lo que aquel dejó sin resolver. El kharma no es castigo, es oportunidad: cada deuda es una lección que espera ser aprendida.

    Al respecto tengo que decirte que después de meditar decidí enviar a un amigo el mensaje siguiente:¿Puedes ayudarle a un anciano a quien me pidió ayuda al respecto de un problema particular que le inquieta y hace causar molestias y enfermedad y creo que tu, viejo amigo, puedas hacerlo por mí? Te agradezco la intervención y estimada ayuda, agraciado y querido hermano mío. 

    Recibí una respuesta afirmativa pocos días después y ahora te he contestado consecuentemente.

El viajero se sentó junto al anciano y aprendió a meditar. Descubrió que al observar su respiración, las piedras de su mochila se volvían más ligeras. Comprendió los principios del Óctuple Sendero:

·        Recta comprensión: aceptar que todo cambia.

·        Recta intención: decidir no dañar.

·        Recta palabra: hablar con verdad y compasión.

·        Recta acción: actuar con bondad.

·        Recto modo de vida: vivir sin causar sufrimiento.

·        Recto esfuerzo: cultivar lo que libera.

·        Recta atención: estar presente en cada instante.

·        Recta concentración: meditar para ver con claridad.

Con cada paso consciente, el viajero dejaba una piedra en el río. No las negaba, no las olvidaba: las reconocía, pedía perdón cuando era necesario, y se comprometía a no repetir los errores. Así, las aguas se llevaban las piedras, y el viajero se volvía más ligero.

Al final del camino, comprendió que vivir en el presente no significa huir del pasado, sino transformarlo. El viajero ya no era aquel que había errado, pero era responsable de que su hoy fuera nuevo, limpio y libre.

Vivir en el presente es soltar los apegos y emociones bloqueadas, pero también asumir con responsabilidad (lo que implica corregir errores y con la lección aprendida: no volver a cometerlos) las consecuencias de nuestros actos pasados. La meditación y el Óctuple Sendero nos enseñan a transformar el karma en aprendizaje, y a ser, en cada instante, alguien nuevo.

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🥋 Un Cuento: La realización personal no depende de las circunstancias.

En un viejo dojo de madera, iluminado por faroles de papel, se reunieron cuatro maestros de artes marciales. Cada uno venía de un rincón distinto del mundo, con estilos y tradiciones propias.

El Maestro Kenji, de Japón, abrió la conversación: —“Yo soy yo y mis circunstancias”, dijo con voz serena. “El entorno nos moldea, como el río da forma a la piedra. Sin las circunstancias, ¿Qué seríamos?”

El Maestro Liang, de China, replicó: —“Pero si dependemos demasiado del entorno, ¿no perdemos nuestra esencia? El bambú se dobla con el viento, pero nunca deja de ser bambú.”

El Maestro Adebayo, de África, golpeó suavemente el suelo con su bastón: —“El guerrero que se define solo por lo que lo rodea es como una sombra. Cuando cambia la luz, desaparece. La verdadera fuerza está en reconocerse igual, aunque el mundo cambie.”

El Maestro Isabel, de España, sonrió: —“Quizá la clave está en la unión. Somos nosotros y nuestras circunstancias, sí, pero no como cadenas, sino como espejos. El entorno refleja quiénes somos, y nosotros lo transformamos con nuestras acciones.”

La discusión se prolongó hasta la madrugada. Hablaron de guerras y paz, de pobreza y abundancia, de victorias y derrotas. Cada maestro defendía su visión, pero poco a poco fueron encontrando un punto común.

Finalmente, Kenji concluyó: —“Realizarse es ser uno mismo, igual y constante, aunque las circunstancias cambien. El río puede variar su cauce, pero el agua sigue siendo agua".

Los demás asintieron en silencio. En aquel dojo, entre respiraciones profundas y miradas firmes, comprendieron que la verdadera maestría no era dominar al adversario, sino mantenerse fiel a la propia esencia en medio de un mundo siempre cambiante. La realización personal no depende de las circunstancias, sino de la capacidad de permanecer uno mismo en cualquier entorno.

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🌸 El Dojo y los Lirios

En un dojo rodeado de jardines, los alumnos practicaban bajo la mirada serena del Maestro Lee. El viento soplaba suavemente, y los lirios del campo que crecían junto al tatami se mecían sin esfuerzo, como si danzaran con el aire.

Uno de los discípulos, cansado por la dureza del entrenamiento, preguntó: —Maestro, ¿Cómo podemos hallar paz en medio del esfuerzo, cuando el cuerpo duele y la mente se llena de preocupaciones?

El Maestro Li señaló los lirios que se inclinaban con gracia: —Mira esas flores. No trabajan ni hilan, y sin embargo su belleza supera cualquier vestidura. No se preocupan por el viento ni por la lluvia, porque confían en la vida que las sostiene. Así también debe ser tu espíritu en el camino marcial.

Los alumnos guardaron silencio. El Maestro continuó: —El trabajo digno, la disciplina del cuerpo y la mente, no son cargas si se viven con gratitud. Cada golpe, cada caída, cada levantarse, es parte del equilibrio. No luches contra el momento presente; sé como el lirio que se entrega al viento.

Durante la práctica, los discípulos comenzaron a sentir que cada movimiento —el saludo, la respiración, el contacto con sus compañeros— era una oportunidad para estar conscientes. La fatiga se transformó en energía, y la energía en alegría.

Al final de la jornada, el Maestro Li reunió a todos y dijo: —Cada día trae su propio afán. Si lo vives con gratitud, sin distraerte en preocupaciones, el cuerpo y la mente se armonizan. Entonces surge la verdadera victoria: la paz interior y con ella la sensación de experimentar felicidad que es la clave para gozar de salud y bienestar integral. 

Los alumnos se inclinaron en reverencia. En sus corazones comprendieron que la felicidad no estaba en vencer al adversario, sino en vivir cada instante con equilibrio, como los lirios del campo que confían en la providencia y florecen sin temor.

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  Un aforismo Zen dice:

"La condición de Buda viene de la liberarse de toda dependencia"

Una anécdota Zen muestra esta conversación entre el monje Chao-chou, en la antigüedad, en una pregunta a su maestro Nanchiron.

-¿Cuál es el camino a seguir? (considerando el Tao)

- Tu naturaleza y la mente natural.

-¿Qué debo hacer para recorrerlo en paz y armonía?

- Si intentas vivir en armonía con él, inmediatamente te desviarás del Tao.

-Pero si no lo intento... ¿Cómo podré saber que vivo de acuerdo a él?

-El Tao está más allá del saber ó no saber. Querer saber es interpretar mal. No saber es ignorancia.

Según la tradición, Buda, después de seis años de prácticas meditativas, quiso enseñar a sus seguidores como tenían que vivir para evitarse muchas penalidades, y alcanzar la iluminación personal. Posteriormente, sus discípulos recogieron estas recomendaciones en un texto conocido como "El óctuple sendero"

Caminar según las pautas de esta senda es una opción voluntaria hacia el despertar de la consciencia.

El óctuple sendero contempla al ser humano en su totalidad, y te propone una conducta justa para cada momento de la vida cotidiana.

La palabra recta o justa se encuentra en sus ocho recomendaciones extendiéndose como tal la actitud y el comportamiento limpio, sincero, exento de falsedad, egoismo, rencor, miedo, envidia ó tolerancia.

El fundamento ético de esta vía tiene su raíz en la conveniencia de hacer el bien, ser tolerante, generoso, compasivo, paciente, etrc.; y todo ello con mente consciente en el acto presente, actual y en el que se realiza la acción según esta vía, experimentando en ello lo justo, la presencia del ser en ese acto justo que implica a toda la dimensión del ser humano protagonista de una corrección, de justicia, de felicidad.

El óctuple sendero se compone de estas ocho reglas:

1. La justa comprensión.

Observar el  momento, lo que ocurre, implicando los sentidos en el aquí y ahora de nuestro ser interior, presente en nuestra vida que, con el instinto natural humano en el ser cuidado y sano, trabajando en sinergia con la naturaleza de nuestro entorno; y la comprensión se hace correcta percibiendo, así, los hechos con nitidez, exactitud y objetividad. Se juzga, entonces, imparcialmente y se razona con rigor, sabiduría y comprensión.

2. El justo pensamiento

En el proceso de observación, se experimenta conscientemente el devenir de pensamientos que surgen en la mente, como reacción de observar lo que ocurre alrededor y en nuestro interior en tal momento pen este presente y se resuelve por sentimientos de paz y justicia eligiendo el correcto y justo pensamiento. Para ello es necesario eliminar la codicia y la avidez y cerrar la puerta a pensamientos como rencor, violencia, venganza, envidia, desprecio y orgullo. Todo ello incluso cuando nuestros semejantes no sean justos con nosotros. Para ello es necesario un estado cuidado y sano del ser para que los sentidos y el instinto natural humano esté exento de error.

3. La palabra justa

     En esta vivencia la observación del momento y el justo pensamiento necesita sentir y acompañar un correcto sentir presente con una palabra justa que mantenga el momento en justicia, correcto equilibrio y estado de felicidad. Para ello es necesario ser correcto en la expresión y acompañarla siempre de cordialidad, respeto y, por tanto, hablar con sensatez huyendo del cinismo, la soberbia y la falsa humildad. 

Aprender, cuando sea necesario, a discrepar cortésmente, sin alterarse, ni ofender al otro es además algo necesario pues, discrepar, no significa ser enemigo. Por supuesto, es importante escuchar a los otros con intención e interés, ya que la verdad se suele manifestar, a veces, de forma caprichosa y puede venir por parte de alguien que asumimos contrario y no fiable.

4 El justo comportamiento 

El devenir, en sintonía de los tres puntos anteriores, conduce, desde una observación justa, a comportarse con justicia que, en continuidad con el sentimiento presente asociado, permite un comportamiento justo. ¿Qué ocurre entonces? Que se cumple gustosamente y del mejor modo con las obligaciones y deberes de la vida cotidiana. Los obstáculos a esta conducta se encuentran en la pereza, la indiferencia, la agresividad, el mal humor y el egoismo.

En el terreno de lo concreto, y respetando las ideas religiosas de cada uno, podría afirmarse que los diez mandamientos de Moisés constituyen la mejor guía para un comportamiento justo.

5 El justo medio de vida

Cada persona necesita satisfacer y costear sus necesidades vitales (sexo-cultura-ocio, alimento, abrigo, higiene) con ayuda de un esfuerzo-trabajo.

No todo viene a ser relativo, no todo da igual porque hay formas o medios injustos de obtener las cosas que causan daño a otras (pocas ó muchas) personas.

Nuestra sociedad educa al individuo para competir contra todos, ya sea por un puesto de trabajo, una plaza escolar, destacar en cualquier ámbito,, etc,; pero esta realidad, fácil de entender que es injusta y crea desequilibrio emocional y social, no justifica la tentación, por normal o habitual, el hecho de recurrir a medios desleales a la naturaleza social humana y exentos de escrúpulos. Todos tenemos derecho a progresar, pero sin engaños, sin pisar ni despojar a nadie de lo que le pertenece por naturaleza

6 La justa aspiración o esfuerzo

Dice la ley del Karma, con gran acierto, que; "los seres son dueños de sus acciones y herederos de los frutos que las mismas producen más pronto o más tarde". Un refrán castellano resume la misma idea con estas palabras: "Cada cual es hijo de sus obras"; entre otras muchas cosas, ambas sentencias quieren enseñarnos que la suerte, o la adversidad, no dependen nunca de un hecho aislado, sino de un conjunto de circunstancias acumuladas por la forma de ser o actuar de la persona.

Los pensamientos generan acciones y éstas desembocan en resultados buenos ó malos, de acuerdo a lo que la mente ha proyectado. Buda nos insta a estar atentos y cerrar la puerta de la mente a todos los pensamientos ó ideas negativas y a expulsar los que allí se encuentran, aceptando sólo imágenes y sentimientos de paz y felicidad.

Por eso poner freno a los deseos inmoderados, y buscar una mente meditativa que permita la experiencia del despertar de la consciencia ó mente consciente -satori- ó sentir lo justo y necesario en cada momento, en paz con el entorno, haciendo honor a la cita que la Biblia indica sobre Jesús; "mirad los lirios como se mueven, en su belleza sin preocupación, según sopla el viento; sed como ellos y no os preocupéis por el mañana, centraos en el presente pensando que mañana es otro día, otro momento y tiene su propio afán". Así, con su experiencia (Jesucristo) tiene justificación los pecados capitales que Buda define como excesos y desequilibrios que en sus respectivas emociones se generan:

                                                          - Soberbia.

                                                          - Avaricia.

                                                          - Lujuria

                                                          - Ira.

                                                          - Gula.  

                                                          - Envidia

                                                          - Pereza

                        

Saber la justa medida de las cosas ayuda, en un equilibrio, a vivir de acuerdo a las leyes de la naturaleza.

7 La justa atención

Algunas artes marciales, como el aikido, el karate, el yudo, el jujitsu, enseñan al budoka el modo de adaptar una actitud de vigilancia permanente, capaz de percibir todo, sin necesidad de fijar la atención en ningún detalle concreto, porque en el combate cualquier descuido o distracción puede acarrear la derrota.

En la vida cotidiana se actúa con justa atención, realizando todas la tareas con cuidado y esmero, estando PRERSENTE EN LO QUE SE HACE EN UN PERMANENTE AQUÍ Y AHORA.

Así, la correcta atención no consiste en fijar intensamente el espíritu en algo concreto ignorando todo lo demás, sino que mientras la persona permanece atenta al motivo principal, percibe al mismo tiempo, con claridad, exactitud e inmediatez, todo lo que ocurre en su entorno.

8 La justa concentración

Los expertos recomiendan al principiante que antes de iniciarse en la meditación, aprenda el modo de concentrar la mente.

Concentrarse equivale a mantener la atención focalizada en el motivo principal, sin ser distraída por nada, hasta el punto que cuando se llega a la justa concentración, sujeto y objeto se han unificado sin consciencia de una identificación, durante la que se alcanza un grado de discernimiento superior.

La práctica del Zazen se revela como un buen ejercicio para adiestrar la concentración de la mente en las fases respiratorias, sin atarse a ninguna idea ni pensamiento; llegados a este punto y antes de definir la justa concentración en el ámbito Zen, nosotros sugerimos, desde nuestras experiencias individuales, antes de iniciar la práctica Zen de meditación buscando una justa concentración, ya sea en posturas Zazen, loto o semiloto, el rezar concentrándose agradeciendo lo que se tiene y se ha vivido en el día presente y pedir, después, a Padre Celestial (Dios supremo) previa petición a tu ángel de la guarda honestidad y sinceridad durante la oración.

Aquello que te ayuda a progresar como persona atendiendo a los conceptos aquí explicados, desde el punto de vista Zen, consiguiendo una unión natural entre cuerpo mental, físico y astral y crea armonía con los otros cuerpos que forman el ser superior de cada individuo, el rezar previamente permite una concentración natural que, en posición adecuada, la meditación Zen, se ve favorecida, sobre todo para un principiante, pues el estado meditativo en concentración se consigue con mayor facilidad y te puedes encontrar sorpresas como que tu ángel de la guarda, cuando hay una actitud que lo permita, se comunique contigo.

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